Recorría la calle ocho y siempre estaba él
escribiendo poesías, a cada mujer que encontraba le pedía su nombre y poniendo
las letras en columna regalaba palabras de elogio, admiración o esperanza.
Lleva un nombre ese formato, me olvidé y ni pienso buscar en internet. Lo
indiscutible era el hombre que a veces se sentaba en el cordón de la vereda,
entre tacones y bocinas en procesión, escribía y el entorno se ausentaba de sus
oídos.
Una señora admiradora le regaló dos biromes
y un cuaderno azul. Se levantó con dificultad —¿Me puede dar su nombre y le
escribo un poema?
La señora le dijo —Lola, mucho gusto ¿Puedo
sentarme a su lado y usted me enseña cómo se hace?
El poeta se sacó el sombrero, se rascó la
frente —No hay recetas, todo ocurre en el pensamiento, sentado en una nube de
reflexión.
La mujer tenía cara triste, sacó dinero de
la cartera y lo ofreció a cambio de recibir clases.
—No! No es por ahí, no quiero pecar de
soberbio, pero esto lo debe hacer con el corazón y lo que uno escribe, no se
vende.
El poeta murió de frío una noche de invierno
despótico.
La persona que lo encontró se encargó de su
sepultura y los cuadernos fueron publicados.
Esta persona agotó tres ediciones, ganó cifras interesantes.
Lola tuvo conocimiento de su muerte y buscó
como saeta al que editó aquellos cuadernos.
Cuando logró encontrarlo le contó que ese
poeta era su padre, los ADN no mentían.
Lola obtuvo los derechos de autor, herencia
de su padre. Ella no permitió más ediciones de la obra. Tiene los cuadernos en
su casa. Lee todos los días y va descubriendo los cómo, los porqué, está
armando el rompecabezas de su padre.

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