miércoles, 28 de octubre de 2020

UMBANDA

 

   Julián, viviendo en Flamingo, buscaba trabajo. Hacía esperas de 3 horas y en cuanto se daban cuenta que tenía 35 años:

   —Tomamos hasta de 30.

   Subiendo a un colectivo atosigado, miró su zapato y tenía un papelito pegado. Era una oferta de trabajo.

   Lo tomaron en la primera entrevista. Tenía que pagar el alquiler con un negrito color violeta y ojos con persianas. Se fue sin pagar su mitad. Apareció la hermana del violeta, que también era violeta.

   —¿Si yo te pago la mitad del alquiler, puedo vivir con vos?

   Esta mujer se dedicaba a coser los vestidos mágicos de Umbanda, hacía tres vestidos en un día con puntillas y volantes. Aún reuniendo sus ganancias, no les daba para pagar el alquiler. Llegaron a un acuerdo, Julián se encargaría de buscar precios interesantes, para los diseños de la violeta.

   Ella se enamoró de él, la primera vez que lo conoció. Salían al atardecer, para tomar una caipirinha, él le daba besos en el cuello, le acariciaba la espalda, la tomaba de la cintura, de camino al departamento. Ni bien entraban, Julián cambiaba de personalidad.

   —Ché Negrita, tenés que producir más vestidos, se venderán en un local grande y me encargaron 550 percheros. Exigieron un nombre para la marca de nuestra ropa. Yo elegí “Violettte”. Contraté un subsuelo abandonado, con cinco trabajadoras que te ayuden todo el día. Después los vienen a buscar con un camión del local. Vos los hacés, yo los vendo.

   —Julián, me gustaría mucho ocuparme de las entrevistas con los dueños.

   —No podés ir con tu pinta de negra violeta y con los ojos asustados. Si fueras una Señora blanca, elegante y  te supieras expresar, todavía.  Y otra cosa, no quiero más indirectas acerca de nuestra relación. Hubo caricias y besos de mentira. No somos una pareja, somos socios y para que la cortes con las franelas, voy a decir algo para dejarte tranquila, las mujeres no me gustan, nunca me gustaron.

   Le dio un ataque nervioso y la echó del departamento. Ella se sentó en el cordón de la vereda, mientras Julián destrozaba los vestidos y se los tiraba por la ventana. Le aterrizaban en la cabeza, mientras le decía:

   —A mí tampoco me gustan las mujeres, Julián.

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