Un cubículo
estrecho con un ventanuco. Tuve tres compañeros que obtuvieron su libertad. A
mí me dejaron en un rincón, había sufrido un estado gripal. Todos perdieron
comportamientos humanos, básicos. Parecía un ovillo de lana, cubierto de tierra
y excrementos. Dormí el sueño de los 38 grados. Un Guardia, con una libreta,
les abrió los barrotes, pasaron tres.
—Aquí estuvieron
cuatro prisioneros, falta uno. Tres o cuatro, en este cubículo olvidado, el
Oficial no lo va a notar.
Cuando logré
escuchar que cerraban los barrotes con candado, no pude hablar, tenía las
cuerdas vocales invalidadas, por pasar un mes sin tomar agua.
Cada vez que
llovía, los reos asomaban sus manos por el ventanuco y lograban tomar algunas
gotas. Yo no alcanzaba, tengo baja estatura y nada de energía. Logré hacer una
pila de borceguíes y pude mirar. Desde aquí se ve una lejana franja, “el mar”.
Tenía un martillo enganchado en el pantalón. Destruí a golpes el ventanuco, día
tras día, hasta que el cansancio me desmayaba. Lo transformé en un ventanal.
Cumplí mi sueño. Del cubículo quité los barrotes hasta transformarlo en una
cabaña.
Sentí que mi
estómago se estaba comiendo a sí mismo. De la nada salió un campesino, me
regaló tres bananas y una botella de agua. Salí caminando despacio hasta la
orilla del mar, daba un paso y otro paso y otro paso después.
En la primer
rompiente, fui nadando. El sol me daba en la cabeza y la fiebre no terminaba de
subir. Desperté en un cubículo estrecho, con un ventanuco de barrotes oxidados.
Pasó el campesino con más bananas y dijo:
—Qué raro, no
hay nadie.

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