Apareció un gato muy particular, le
decíamos “el egipcio” por andar con el cuerpo de frente y la cabeza de perfil.
Vivió en casa cinco años. Era trashumante, solía quedarse a dormir en casas del
vecindario. No podía maullar, debido a la ausencia de cuerdas vocales. Le
faltaba una oreja, que perdió en alguna batalla de los tejados.
La pata izquierda delantera, la pisó una
moto. El conductor era veterinario de animales pequeños, reconstruyó los huesos
con titanio y el resultado fue óptimo. Imposible advertir cual era la pata
herida.
Su trashumancia lo llevó a la casa de
enfrente. Tenían una cocinera satánica que cuando lo vio cerró la puerta,
dejando la cola del egipcio a medio camino entre cortada y quebrada. Se la
dejamos así y él estuvo de acuerdo. Para contestar, abría la boca de la cual no
provenía ningún sonido.
El jardinero, trabajando con un rastrillo,
le quitó un ojo de un puntazo. El egipcio desapareció varios días, nos volvimos
locos buscando el ojo faltante y no hubo nada que hacer. Quedó tuerto.
Si el egipcio escribiera un libro se
llamaría “Los pedazos que perdí”. Le hicimos un cuarto especial, con
almohadones mullidos y piedritas en suite. El tipo se acomodó y ronroneaba. Nos
asombramos, pensamos que alguna cuerda tenía. A la mañana siguiente no estaba.
Su vida nómade era un reflejo de libertad.
No lo favoreció su alzhéimer, caminó lejos y
olvidó que aquí, era su casa. Volvió para Navidad. Ronroneó más fuerte que
antes y se dirigió a sus aposentos. Mientras brindamos se escuchó una voz
finita que gritó ¡Feliz Navidad! Provenía de la habitación del egipcio.

No hay comentarios:
Publicar un comentario