Pasé por el
jardín y en unos pasos crucé la cocina y estaban, la Tía Elvira, Camila, su
hija, Papá, Mamá, los Abuelos, yo no estaba. Corrí la cortina de encaje
bruseliano. Entraba un sol cálido por la ventana inmensa, de cristales
repartidos y comían con prudencia, recordé a Prudencia, la más anciana
presidiendo la mesa, yo no estaba.
Los cubiertos
hacían ruidos sincopados, masticaban con la boca cerrada, así fueron
instruidos, respondían a todas las reglas. Menos Micaela, que corría a la
Cocinera para desatar el moño almidonado de su delantal, yo no estaba.
La Abuela tocaba
el timbre bajo la mesa, bajo la alfombra.
—Hija, debes
educar a esta niña, Raimunda, la Cocinera, se ocupa de todo, no estamos en
condiciones de tomar más personal.
Yo no estaba.
Papá andaba de
amores con la Tía Elvira, desde antes de casarse con Mamá, que no ignoraba,
pero callaba. El resto de la familia, murmuraba en las hamacas siesteras. Yo no
estaba. Se escucharon gritos despóticos, Abuela levantó su bastón y dijo a Papá
que no quería verlo más en esa casa. Luego convocó a la Tía Elvira, le entregó
un pasaje a Colombia, partiría al día siguiente. Yo no estaba.
Al atardecer,
Mamá atardecía llorando, me extrañaba, le parecía injusto que Dios se lo
hubiera quitado a los cinco años. Yo no estaba.

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