lunes, 20 de marzo de 2023

SENTIMIENTOS INSENSATOS

 

   Esos reproches insoportables, con esa voz de enfermo.

   —¿Quién comió mi mermelada anoche? ¿Quién tiró una miga y ensució la alfombra?

   Debe ser por eso que Mamá se fue de casa, no nos dijo ni a nosotros, su nuevo paradero. Se quedaba sin aire cuando mi hermano Agustín la miraba.

   —¿Quién cambió mi oso del estante de arriba?, sé quién fue, mi Mamá metiche.

   Papá, antes de acostarse, miraba bajo la cama:

   —Veo dos pelusitas de pantuflas rosas, yo así no puedo dormir.

   Mamá tenía una aspiradora de mano y las sacaba. Después abría la cama:

   —¿Quién puso este juego que pica? Hacé las camas con las sábanas blancas, sin arrugas, porque si no tengo pesadillas. ¡Ya!

   Creo que esa noche Mamá tomó el piróscafo. La respuesta de Papá fue superlativa:

   —El que se va sin que lo echen, vuelve para irse con permiso y llevándose uno de sus hijos, Agustín, que come hasta lo de sus hermanos.

   Un día apareció con una mujer llamada Dulcinea, alta, con la piel blanca como la lecha larga duración y el pelo color oro 18k, hablaba susurrando. En una comida, Papá anunció que en quince días, se casaría con Dulcinea, pudo divorciarse porque era amigo del Juez, que usó la figura: “Por abandono de persona, mándese a casar con otra, tal como dicto yo”.

   Forró la casa con tules blancos, usó la vajilla blanca del casamiento anterior, nosotros vestidos de blanco y con pajaritas negras. Mandó hacer una torta con escalones. Arriba la decoró con Dulcinea, casi no tenía peso específico, por su levedad levitosa. La torta tenía escalones que daban a donde mi Padre la esperaba con admiración. Ella tenía diez años más que Agustín, tan contento como nosotros, por tener una Madrastra que lo sacara a Papá de los reproches permanentes. Nosotros hicimos de mozos, encargados de repartir los manjares y las bebidas, entre los invitados, eran pocos, pero venían con hambre atrasado. No dejaron ni una miga.

   Papá no hacía jamás reproches a Dulcinea, a nosotros nos mandaría a un Internado, para poder repartir su amor en cualquier lugar que se encontrara Dulcinea. Sufríamos hasta el domingo, único día libre para vivir en nuestra casa. Papá pasaba ese día en lo del Juez, no soportaba nuestra presencia, decía que le dábamos jaqueca.

   Dulcinea quedaba con nosotros, a Papá no le gustaba ir con ella, porque el Juez no le sacaba los ojos de encima. Ella jugaba con nosotros como una más. Nos hacía dormir siesta, su único defecto. Dulcinea llevaba a Agustín a dormir con ella:

   —Es el que más cariño necesita, extraña a su Madre, pobrecito.

   Ese día llegó mi Padre a devolvernos al Internado. Faltaba Agustín que partió con Dulcinea, desconociendo su nuevo paradero. Mientras Papá se arrancaba los pelos, decía:

   —Qué desagradecida, Dulcinea, cómo la extrañaré, a Agustín no, porque siempre fue un pendejo de mierda.

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