Terminaron en
una casa de aspecto tétrico, infinitas terrazas y habitaciones, que daban a un
jardín geométrico y aburrido.
El matrimonio de
Lucy y Pietro fue muy unido, ingresaron como desconocidos. Andaban cada uno por
su lado, a veces se saludaban y otras no. Durante las comidas, Lucy se sentaba
en una mesa, sola y de espaldas en otra, Pietro. Nunca hablaban. Cuando venía
la hora del baño, Lucy usaba el de su cuarto y él, lo hacía en cualquier otro,
de señoras buenas mozas. Se secaban desnudos en los pasillos, sin importar las
miradas ajenas. Si alguien insistía con el asombro, Pietro le hacía pis, tenía
una puntería excelente. Era el único momento en que Lucy lo admiraba y aplaudía
como una niña. Tomados de las manos, él inclinaba la cabeza y ella respondía con saludo de princesa.
Dormían juntos en una cama de dos plazas, como todas las parejas.
Por la mañana,
como dictaba el protocolo, aparecía el Médico encargado del control de salud de
los viejos, les tomaba la presión, el ritmo cardíaco, escuchaba los pulmones, a
los hombres, pecho y espalda. A las mujeres sólo espalda, todas se negaban a
que el Doctor les apoyara la cabeza en el pecho, por pudor.
Un día Lucy tomó
el puño del Médico, con más fuerza que un joven.
—Doctor, me preocupa
ese señor tan amable, respetuoso, pero encuentro que no hay derecho a dormir
con un desconocido.
—Querida Sra
Lucy, usted duerme con su propio marido, tal vez lo ha olvidado.
—Eso no es
posible, Sr Docto, él murió hace años, es más, fue cuando Tomás Pérez Conde
escribió “Cien Años De Terquedad”, tal vez no lo recuerde, era muy chico. Ud
que conoce la cúpula del Nosocomio, ¿no podría cambiar mi compañero de cama,
por uno joven y buen mozo, en edad de merecer?
—Sra Lucy, la respuesta
es no, pero agradezca que su marido, no tiene alzhéimer.

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