Quedan cosas
pegadas de libros, películas, obras de teatro, hay músicas que no suelen
acompañar al escritor, aunque algunas notas impliquen palabras. Y los años
malignos, con tantos nombres, anécdotas, odios, amores, olvidos, recuerdos, no
hay lugar para tanto.
Me da bronca
cuando releo un cuento mío y le encuentro olor a otros autores, de lo que sea.
Aunque comprenda que las historias son las mismas de siempre, contadas desde
ángulos diferentes, parecen recién nacidas.
Odio que me interrumpan
cuando escribo. Me llaman a comer, estoy desfalleciente de hambre, no me
importa, me cortan lo que estoy escribiendo. Una vez relaté una historia de una
mujer, que casi se ahoga por lucir unas piedras preciosas y por una
intervención como:
—¡Vení a comer!
Desfiguró la
historia, la mujer terminó comiendo papas fritas, con huevos de esmeraldas.
Taché todo,
desde el principio que tan mal no estaba, hasta el bodrio final.
Me tomé cuatro
rivotriles, el efecto paradojal no me dejó dormir tres días. A los tres,
resucité entre los muertos y comencé un cuento tan, tan cursi, que partí la
birome y me fui a caminar como loca mala. Soy mala escritora, pero buena
persona, en mi caminata no pisé ninguna margarita.

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