Decidí hacer
durante veinticuatro horas lo que mis ganas quisieran. Crucé a la plaza de mi
infancia, la única con hamacas de madera salada y cadenas largas. Tomé envión y
cuando me iba a preguntar el después, aparece él, que me empuja lejos, lo
reconocí porque su impronta en mi espalda permaneció.
—Es tan grato
verte…
Lo informé: —Hoy
es mi día de silencio, pido que lo respetes.
Los años
acotaron su imprudencia y no habló más. Me seguía él y yo esperaba. Fuimos al
bosque de antes, los alcanforeros habían crecido tanto, que dieron ganas de
zambullirse, fue mutuo, me rozó la frente con su mano derecha. Reprodujimos
nuestro primer encuentro, él era célibe y yo mentí mi virginidad.
Estuvimos al
borde del amor, tan parecido al sexo. Dejamos doce veces que nuestros cuerpos
hicieran cabriolas memorables. Cuando el campanario dio las cinco, partí con un
beso rasante. Él, siguió con la cabeza entre sus piernas flexionadas. Me toqué
el hombro y tenía gotas saladas. Eran de él, cómo me hubiera gustado volcarlas
en un frasquito, para siempre.
Llegué corriendo
y vi a mis hijos subir al auto de su padre. No terminaba el día. Entré al Bar
sin ochava y tomé tres copitas de Grapa Valle Viejo. Mientras el alrededor se
borraba, traté de recordar el nombre, la dirección, el celular, en qué lugar
nos conocimos.
…Un paisano dijo:
—“Son las doce y sereno”, ja ja. -Me miraba y se reía-.
Volví caminando
ondulado. No entré a casa, me derrumbé en el jardín. Escuché una voz lejana:
—Papá!,
Mamá se durmió en el jardín.
Él le respondió:
—Traigan la bolsa de dormir y una almohada. Pidió un día libre, le dije que sí,
siempre adentro, se lo merecía, pobre.
—Sí, todo bien,
Papá. –Dijo Isa, la más grande-. Pero a mí me parece que se fue de mambo.
Pensé que tenía
una hija arpía, como casi todas las mujeres.

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