Entiendo que
para un tipo que madruga, oír un zorzal antes del amanecer, después de la
medianoche, o que se cope con cantar la noche entera, es exasperante.
Una madrugada se
escuchó un disparo, no le di importancia, tenía más sueño que curiosidad. Me
desperté a las ocho. Mientras la pava paveaba, hice igual mirando hacia el
fondo del jardín. Bajo el aguaribay, el banco de plaza y zorzal esperando en el
respaldo, éramos íntimos amigos. Cuando quedé viudo, la reemplazó en la
ceremonia del mate. Zorzal, así era su nombre, tenía una fuente blanca que
perteneció a mi Bisabuela, yo le vertía agua filtrada. Se daba unos baños
regios, con alas desplegadas, batiendo el aire. Le gustaba tocar el fondo con
las patas y el cuerpo fuera.
Luego del baño
reposaba en el banco, lejos de la pava, cerca de mí. Esa mañana me esperaba,
muerto y sangrando. Aquel tiro madruguero fue para Zorzal.
Como vivo solo,
aproveché, me cagué en eso de que los hombres no lloran y fue tanto que se me
terminaron las lágrimas.
Con la molicie
que dan los años, hice una corona de cristo, con una planta que lleva ese
nombre. El domingo, el vecino asesino, estaba haciendo su asadito, había música
berreta y dos niños gritando. Me trepé al árbol, lindando con su cabeza, que
casi besaba los chorizos y le enjareté la corona, sin culpa.
Lo vi de lejos,
parecía un cristo de estampita, le caía sangre desde la cabeza, hasta la panza
grasuna.
Cuando el tipo
llegaba del laburo, le ponía al mango la canción de María Elena Walsh: “El que
mata a los pajaritos…”
Ahora tomo mates
con zorzalini y dos hermanitos, pero no tengo la seguridad que sean sus hijos,
porque mi jardín, ahora, tiene una invasión de zorzales, que mis oídos agradecen.
Una mañana,
llegaron los niños del Colegio y preguntaron: —Mamá, la Maestra nos dijo que el
que mata a los pajaritos, debería ir preso. ¿Es cierto?
La Madre les
contestó que la Maestra tenía razón y que su Padre…, bajó la voz. No escuché el
resto. Pero algún quilombo hubo, seguro.

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