Yo también fui,
pero me sentía espectadora y no era de mi gusto andar con los grupos que se
formaban con espontaneidad. Todos los compañeros recibían correspondencia
semanal de sus padres. A mí no me escribían ni Pa ni Ma.
Extrañaba tanto,
que el Doc Rodén se sentaba en alguna piedra y aseguraba que mis padres me
querían mucho y tal vez no escribían porque les temblaban las manos de emoción
y no podían. Roque, el encargado de dirigir las caminatas, se enojaba conmigo
porque decía que mis piernas iban por un lado, en una dirección y mi cabeza
miraba a otro lado.
Tenían
dificultades para que me atuviera a las consignas y logré un menoscabo tácito
de docentes y compañeros. Bordeando un cerro sin camino, caí en un colchón de
cactus con espinas de todos los tamaños. Me pusieron en una zona lisa y con el
equipo de adultos, sacaron tantas espinas que se hizo de noche. Armaron
campamento, carpas de tres, mis compañeras eran insufribles, roncaban como
caballos, mientras yo lloraba en silencio.
Recorrimos la
Quebrada, hasta el último pueblito. Todos querían seguir y yo quería un pronto
regreso.
Estaba mi viejo
solo, esperando en la estación, me dio un beso en la frente. —Qué mugre, hija,
te saludo con todo mi cariño después que te bañes.
Mamá me lijó con
bronca, porque el bebé lloraba. Papá me entregó la correspondencia, eran quince
cartas escritas a máquina, mejor que no las recibí, la gente que uno quiere
debe escribir manuscrito. Los sobres estaban atravesados con un sello que decía:
“Dirección Desconocida.” Si esas cartas, hubieran llegado a tiempo, no habría
sido un infierno.
Editaron unos
fascículos de Eudeba, relatando la experiencia y bien detallado, con nombre y
apellido, no vaya a ser, describieron que el único caso de inadaptación fue el
mío. Mis padres escondieron la revista y a los cincuenta años, la encontré en
una bibliolimpieza, escondida, con olor a vergüenza.

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