lunes, 5 de marzo de 2018

ÚLTIMA MORADA


   Soy de la época del teléfono de baquelita con ruedita, lo cambiaron por el de teclas numeradas, ahí apareció él, que marcaba y me alcanzaba el tubo.
   Hablaba con mis amigas y supe cómo se cortaba, de mirar. Las canillas fueron otra pesadilla, la confusión entre F y C, terminaba mis duchas con agua fría.
   Llegaba tarde o temprano a cualquier lado, me cambiaron el reloj de números cuando por fin los aprendí. Me regalaron uno con números digitales, que por suerte él, me los enseñó de memoria. Soy frágil de recuerdos, él optó por pasar a buscarme, cuando debía ir al Banco, donde siempre cobré de menos, para mí uno de 50 o de 500 daba igual, a veces le devolvía al Cajero, pensando que me daba demás.
   Él, me esperaba con el numerito en la mano y por más que se rompiera la cabeza, no entendía dos cosas: cómo había pasado sin número y por qué me habían bajado tanto el sueldo. Él decidió hablar con el Gerente, pero nunca estaba. Cuando quiso hablar con el Presidente del Banco Nación, una Secretaria, con respuesta más expandida, le dijo que el Gerente y el Presidente, estaban en Dubai y desconocían cuando volverían de su gira. Llegamos a pobres de toda pobreza. Él no lograba explicarse cómo era tan hábil para perder y tan bestia para ganar.
   Yo estaba grande y necesité compensar mi ignorancia numérica y gramatical. A él le asombró que fuera a una casa funeraria, para comprar mi propio ataúd. Elegí el más barato, que por torpe, resultó el más caro. Cuando morí en la intersección de tres calles desconocidas, escuché cómo él bajó la tapa del ataúd y le puso tres cerrojos. Dio la orden de hacer un pozo de medio kilómetro y allí quedé. No esperó mi frío y se casó con una académica  que conocía las cuatro operaciones y el abecedario completo. Él necesitaba saber y lo bien que hizo.
   Yo le había quitado todo. Se casó en bolas, la académica era avara y yo, con estado confusional alto, le había dado toda su ropa a los recolectores.

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