Me presentaron
el último bebé recién nacido, envuelto en tanta zarandaja blanca, apareció su
cabeza negra violeta. Africano, no cabía duda. Mi mujer lo tenía en brazos y
pedía que lo mirara:
—De este color es el primero, acércate, parece un
angelito.
Yo no podía
entender aquella contradicción, una infidelidad indiscutible y me tragué esa
mentira tanto tiempo. Mi trabajo de Marino Mercante, me impedía llevar a mi
mujer conmigo. A través de amigos, reconocidos como autoridades político
laborales, obtuve el beneficio de viajar con ella donde fuera. Parábamos en
lugares tropicales, helados, húmedos, permanentes, o estables. La mayoría de
los viajes yo debía permanecer en el barco. Ella tenía mi autorización de
recorrer hasta la nueva partida. Era una mujer desenvuelta, de aspecto puritano
y distinguido. Volvía con retornos cada vez más tardíos. Ella no explicaba, yo
no preguntaba. Tenía debilidad por el Capitán: —No sabés que hombre grande y
generoso es el Capitán de este barco.
Su sinceridad no
podía descreerla, ella me quería. Y yo, a pesar de mis celos, le creía. Había
algo que ocultaba, era indudable. El último viaje que hicimos mi mujer no quiso
volver a nuestra casa: —Tenemos la casa de mis Abuelos, tan llena de sol, tan
inmensa.
Dudé, tal vez
había perdido la razón. Ese día llegó un transporte con niños de todos los
colores. —¡Mis queridos hijos! -Y todos corrieron al abrazo- La comida de aquí
es más rica que la del barco. Cada tres niños habrá una habitación con su baño.
Tendrán Maestros de su tierra, que los educarán en su idioma, a cambio de que
ustedes aprendan el nuestro.
Miré el espectáculo y no pude creer lo que aquella
mujercita inquieta había logrado. Trajo niños de los países que comían de la
basura, hijos que perdieron a sus padres, en guerras o de hambre.
Me sentí un
avaro miserable. No podíamos tener hijos. A cambio, ella adoptó cincuenta. Dios,
nos premió con un hijo propio, que le encantaba decir que tenía cincuenta
hermanos.

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