No anduvo más.
Cruzaron a campo traviesa buscando la única luz que parecía cerca. El suelo,
sin sembrado con mojones húmedos y vizcacheras no previstas. A ninguno de los
dos le importó el cuidado de no embarrar ni ensuciar nada. El objetivo era
llegar y el silencio pareció acortar el no camino. Ladraron una decena de
perros escandalosos y salió un viejito giboso y barbudo, con pelo largo y ojos
escondidos. No había galería ni otro preámbulo, la puerta estaba abierta y el
fuego invitaba junto con la mano centenaria. Piso de tierra apisonada y paredes
de adobe. Tenía forma de hornero, el rancho, el viejo lo quiso así y así fue.
Hasta se sintieron pájaros allí dentro.
Hablaron del
auto roto, él agradeció que se rompiera alguno de cuando en vez, eran sus
únicas visitas. El resplandor iluminaba el brillo de los ojos escondidos
mientras hablaba su vida de animal de la tierra. Ellos se durmieron entre
pieles de oveja y el viejito arrullaba sin detenerse su propia historia.
Abrieron los
oídos antes que los ojos, un lejano ruido de motor los hizo salir del nido. Los perros no ladraron, el viejito se esfumó. En silencio se miraron y
vieron allá bien lejos, el punto rojo. Era el auto que se tragaba el horizonte.

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