—Eras diferente,
nada estructurada.
—¿Qué?¿Carezco
de solidez?
—No, no es eso,
digo que sos de esas personas que uno ya sabe cómo finalizará su vida.
No me llamó,
parece que mi último comentario no fue muy feliz. Dejé que se perdiera de mi
vida. No la vi más, hasta que la vi. Me dirigí tras ella, para ver dónde
cuernos iba. Recordaba sus comentarios sarcásticos, nuestros intercambios de
cuentos. Los de ella terminaban en tragedia. Los míos eran hilarantes, de
principio a fin. Daba pena seguir una relación tan de amigos para estallar todo
en un beso y lo que viene después.
Me casé con
ella. Me comió la cabeza. Cada vez que abría la heladera, al queso gruyere le
faltaba un mordisco, del mismo tamaño de su boca. Me toqué la cabeza extrañado.
Me faltaba un pedazo de cerebro. A la noche siguiente, la heladera presentaba
el mismo queso mordido en varios lugares. Mi cerebro desaparecía con el tiempo.
Me aplicaron ácido hialurónico en las depresiones de mi cabeza. Por fuera
parecía normal. Fui el proveedor de los deseos de mi mujer, cada uno en tiempo
y forma. Un día se le ocurrió que nos hiciéramos amigos como antes, contarnos
cosas y reírnos. Crear juegos nuevos, reconstruir textos que hubiéramos leído.
Yo no me acordaba de ninguno, desconocía cómo se puede ser amigo de alguien que
te comió la cabeza.
Sabía que esto
sucedería. Ahora, el gas abierto y yo que prendo un pucho.

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