sábado, 28 de noviembre de 2015

EL CRUCE


      Gertrudis no atendía el teléfono nunca. Tampoco llamaba a nadie. Los domingos iba a la feria, a mitad de camino se encontraba con su amiga Prudencia. Atravesaban retamas, se contaban teleteatros que alguna de ambas no veía. Hacían las compras de frutas y verduras en puestos diferentes. De regreso hablaban de la Señora tal, o el Señor tal y los Chicos de y los Niños de. Llegaban al cruce, donde cada una iba por su lado. La despedida eran dos besos a dos milímetros de las mejillas. Gertrudis se sintió liberada. Le daba alegría llegar a su casa sin nadie.
      Sentada en un banco de madera, soltaba los canastos de compra, las naranjas rodaban hasta debajo de la galería, las manzanas las seguían, lo demás quedaba fijo.
      Durmió sentada, con los brazos y la cabeza sobre la mesa, unas tres horas. Juntó todo a desgano. Sonó el teléfono en numerosas oportunidades. Gertrudis siguió mirando el teleteatro que empezaba y terminaba, era una vez por semana. Se cortó la luz y empezó a tronar, luego cayeron piedras y llovió tan furioso que Gertrudis murió de miedo.
      El día que Prudencia se puso imprudente fue hasta la casa de Gertrudis, hacía dos domingos que no la cruzaba. Golpeó y aplaudió, salieron dos perros tristes por la puerta. Entró y la pobre Gertrudis yacía ahí, definitiva.
      Prudencia pidió una ambulancia. Asistió al sepelio con sombrero negro y los canastos del mercado, para las compras pos-entierro. No le dio tristeza la muerte de Gertrudis, estaba enojada porque la dejó sola, con lo que detestaba caminar sola, pasar por el cruce sin nadie, hablar sola, volver sola sin ningún teleteatro para escuchar, el puro arrastrar del canasto, sentarse en un banco, dormir con la cabeza sobre los brazos en una mesa, escuchar las naranjas rodar y rodar. 

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