Le decían la gorda cuatro culos, bien
merecido su apodo, vivía para llenar su estómago con cualquier cosa que se
pudiera masticar y tragar. Su casa enorme de infinitas puertas y habitaciones
promovió que la gorda instalara televisores hasta en el jardín. No necesitaba
sillón alguno, sus enormes asentaderas le daban universos de cómodas posturas.
Tenía ojos tristes la gorda, casi no salía a la calle, a pesar de estar perdida
de amor por un pastelero vecino que le regalaba tortas bañadas en chocolate
moldava, con envolturas de corazones de azúcar Hileret. El tipo era un tímido
de aquellos, cuando vislumbró a la gorda limpiando con un plumero y cantando
blues le fue a tocar timbre, ella lo atendió. Él con voz firme dijo –Yo te
vengo bah...es decir, este...quiero invitarte a cantar en mi cumple, que es
dentro de tres meses ¿podrás?-. Ella quedó muda de asombro, fue sólo un
instante, universos de ideas le vinieron a la cabeza, pero contestó
-¡Sííí! Con mucho gusto, para mí es una revelación que me hayas tenido en cuenta, allí estaré-. Él se despidió caminando hacia atrás, mientras la gorda hacía ruidos desmesurados con las ocho cerraduras de su puerta. Empezó un régimen de adelgazamiento vertiginoso. Se alimentó de algas, agua y teleteatros. Ella misma se miraba en el espejo y le daba risa parecer una radiografía.
-¡Sííí! Con mucho gusto, para mí es una revelación que me hayas tenido en cuenta, allí estaré-. Él se despidió caminando hacia atrás, mientras la gorda hacía ruidos desmesurados con las ocho cerraduras de su puerta. Empezó un régimen de adelgazamiento vertiginoso. Se alimentó de algas, agua y teleteatros. Ella misma se miraba en el espejo y le daba risa parecer una radiografía.
Encontró un cajón con ropa de su hermana
fallecida por anorexia. Esa noche recibió la tarjeta con el día y la hora de la
fiesta. Atendió el pastelero que no entendió nada, ella le explicó que ella era
ella. –Ah! Es que yo pensé que eras otra. Perdoná que sea tan directo, pero a
mí me encantaba tu antiguo volumen-.
Ella le dio un beso de feliz cumple y le
dijo –Ya mismo aumento el volumen, no doy más, también seré directa ¿Dónde está
el morfi?-. Él no alcanzó a responder cuando la flaca se abalanzó sobre una
larga mesa, donde había postres que se besaban entre sí, tartas, tortas,
tortitas, toronjas en almíbar irlandés, sopas inglesas con islas de crotones
cubiertos de rodajas alsacianas. Su ingesta abarcó hasta las miguitas en las
solapas de los invitados, que asustados se pegaron a las paredes, ante el temor
de ser deglutidos por la avidez imposible de la flaca, que llenaba sus mejillas
redondas de comida que rumiaba. Llegó a regurgitar y por fin detener su
angurria. El pastelero dio palmadas en la espalda de la flaca y ella en
agradecimiento le pasó la lengua por el helado que pendía de los bigotes de su
amigo. Hubo un impasse, dio respiro a la concurrencia. La flaca tomó una
guitarra y una voz que parecía provenir del cielo partió el aire con un blues
regado con lágrimas de los invitados y el anfitrión.
Terminada la fiesta, él acompañó a su
amiga hasta la puerta de la casa. La flaca había engordado cinco kilos en seis
horas. Comenzaron a expandirse dos de sus cuatro culos. El pastelero sintió
nostalgia de los dos que faltaban. Ella tranquilizó aquella mirada con una
promesa –Pastelito de mi corazón-. Así lo nombró, Pastelito. –Te prometo que en
una semana tendrás mis cuatro culos para hacer de ellos lo que más te guste-.
Dijo que lo esperaba el fin de semana, se despidió con un beso de lengua
acaramelada. Ese descaro provino del vino y de aquel amor tan postergado.

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