Me gustaba el
atardecer en esa sierra arbolada, de pastos altos y macachines que parecían
lagunas rojas, retamas acunadas por brisas.
Mi lugar preferido era una piedra con respaldo de musgos, jugando a ser
mullidos. Después el sol. Regresaba cuando anochecía. Una tarde de Septiembre
descubrí un chico recostado, mirando el horizonte, fumando un cigarrillo de
olor persistente y agradable.
—Perdoná que
pregunte, me gustó el olor del humo ¿De qué marca es?
Sonrió más
tranquilo que un ángel.
—Es marca porro. ¿Querés una pitada?
Acepté, tosí mucho, me dio vergüenza.
—La primera vez
da tos, dale dos pitadas más y miramos las estrellas bocarriba.
Sentí que una
manifestación de luces se nos venía encima.
—Fijate la luna,
parece de día.
Prendió su
celular y salió música de Pink Floyd, que jamás olvidaré. Sacó dos birras y me
convidó. Brindamos, nos preguntamos los nombres. Él era Ángel y yo Ángeles.
—¡Chau, este
encuentro mató! Pará que armo otro charu, una noche angelada, nuestros nombres
son una redundancia, ¿te pegó?
—No, al
contrario, me acarició.
Ángel se rió
mucho de mi respuesta, le dije que daba sed.
—Acá nos tomamos
dos birritas más y volvemos a tu casa, tus viejos se van a preocupar.
—Ya soy grande,
tengo como dieciocho, vivo sola, es cerca ¿ves esa casita de madera? La hice
con mis propias manos. Te invito.
—Buenísimo,
guau! Tenés malvones, geranios, enredaderas, esto me supera, sos un ángel.
Le dije que
tenía comida y comimos. Luego armamos otro y nos quedamos dormidos. Yo me
desperté primera, le pregunté la hora, él contestó con ojos entornados
—¿Para qué
querés saber?...

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