El mar no me
gusta porque tiene mucha agua, hasta se permite besar el horizonte. La soberbia
de matar el sol en un lugar y hacer que nazca en otro. Esa histeria de las
olas, que quieren comerse la playa y luego se arrepienten, para más tarde
pretender lo mismo. Cuando se brota huyendo, como millones de locos malos,
quiere dar envidia, dejando a la vista toda clase de joyas, que son suyas,
hechas por los orfebres de sus propios movimientos.
Esas sorpresas
de extenderse sobre territorio ajeno y retirarse violento, llevando a sus
entrañas casas, puentes, montañas, caminos y personas. De ambicioso, como los
poderosos mitológicos.
Después,
empachado de tanto, deja los huesitos en orillas diferentes. Embauca a más de
uno en sus hipnóticos bailes, atrapa los deseos, que jueguen con él y le naden
por encima o le buceen profundidades que suelen ser mortales. Él se ríe, para
siempre, sabe que eso durito que vive fuera de él, algún día, será todo suyo.

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