─¿Cómo salieron los resultados?
─Estoy en buen estado, me dio un medicamento
que se vende en las ferreterías y ese, no me lo descuenta la mutual.
─¿Un medicamento de ferretería? Yo nunca
escuché, a lo mejor lo quiere para su auto y aprovechó la situación.
─Me aconsejó descansar y dio paso a su camilla
forrada con una tela blanca y esas frazaditas de atado de cigarrillos.
─Acá yo hago mi descanso y si usted está
dispuesta, con gusto aceptaría que nos encamillemos.
─Le agradezco su ofrecimiento pero ahora
estoy indispuesta, bajo estas condiciones me da asco. Cuando se me retire
vuelvo.
─¿Y volviste?
─Pedí un turno con el hijo del doctorcito,
es un tipo sin pretensiones, con guardapolvo almidonado y tres lapiceras en el
bolsillo superior que perdían en rojo y azul. A él no le importaba.
─Recuéstese en esta camilla, coloque su pie
izquierdo de este lado y el derecho en el otro. No cierre las rodillas, quiero
sus piernas bien abiertas. Mientras le miro aquí abajo, le voy a palpar sus
mamas, así no perdemos tiempo y hacemos dos en uno.
─Cuando menos lo pensé, el hijo del
doctorcito ya estaba encima de mí y me galopaba como a una yegua. Yo le hice
una llave y me solté, después de haber acabado, claro.
Dijo:
─¿Querés casarte conmigo? (Se dio cuenta que
era virgen, obvio.)
Le dije que sí, sabiendo que iba a ser una
cornuda permanente. Tenía fichados mis candidatos todos médicos, para curtir el
arte de combinar los horarios.

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