Late fuerte el corazón, se hace cierto ¡Casi se me sale
el corazón! Pasaba todos los días, pensé que iba a la Facu, después supe que
era para verme de lejos. Gonnet es chico y soy casada, pero él me empezó a
gustar, de a poco, la infidelidad estaba prohibida. “Prohibido prohibir”,
decían en la Francia del 68 y ese gusto, me lo debía.
En la Estación
de trenes de Gonnet, nos encontrábamos, en una punta él miraba a la izquierda y
en la otra yo miraba a la derecha, ninguno de los dos tomaba el tren. Mi casa
quedaba frente a la placita de juegos y árboles, cubierta de gramilla blanca,
por los chicos y el barro. La ventana de mi escritorio estaba casi al ras de la
tierra, era el lugar excusa para no hacer nada. Sentada en el alféizar, el sol
me adormecía. Mi mano recibió un papelito doblado en diez… “Quiero verte, si
podés a las 15 horas, tengo ganas de abrazarte y después por tus miradas, o el
cruce de los dos, no te niegues.” Y luego venían palabras de loco ansioso desprolijo,
ni con lupa entendía sus últimas tres oraciones. Cursi, torpe, joven, hermoso.
Me nació un
amante que se vio que nunca, pero conmigo todo. Un día dijo:
—No quiero verte
más, sos más grande que yo, de chica seguro estabas buenísima, la gente no es
tonta, se dan cuenta y no me gusta. No me late el corazón cuando te espero. Yo
no te quise nunca, sí lo demás, lo demás sí. Vos decías “te amo” y me parecía
superfluo y mentiroso.
Tiré el celular
al piso y lo deshice a taconazos. En nuestra cuarta mudanza, después de
aquellos episodios prohibidos y olvidados, encontré un sweter azul, me dio
impresión, no pertenecía a nadie, no sé por qué, a veces la memoria del cuerpo,
trae sorpresas tristes. Doblé el sweter para regalarlo, rápido. En eso estaba y
en el entretejido, como encarnado, encontré un pelo del mismo color, la misma
textura, tiré de él, era largo y rubio. Abrí la salamandra, miré cómo las
llamas lo desaparecieron.
La tristeza
entra en mi cabeza, con la facilidad de las puertas abiertas y por allí pasó,
toda aquella historia, con su final patético y humillante.
Pasó el tiempo.
—Rita, te
prometo que es la última vez, perdóname, fui torpe.
Rita preparaba
un omelet.
—Sí, perdono,
pero ésta es la última vez.
Al mes entró con
cara de zorro:
—Tengo que
confesarte, Rita, soy infiel, pero te pido por los chicos, es mi última vez.
¿Me perdonás?
Ella siguió con
el alicate y sus uñas.
—La última vez,
prometiste tu última vez y sí, te perdoné. ¿Hasta cuando querés jugar a ser lo
que no sos?, yo voy por el séptimo y jamás se me ocurrió romperte las bolas,
con “Perdoname, es la última vez” y lo jurás. No seas pesado, pará.

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