El auto quedó
sin combustible, la mujer quiso abrir la puerta, olvidó que se trababa dos por
tres, el marido, un pterodáctilo como ella, abrió la suya.
Una traffic, que
venía a mil, rozó filoso al pequeño auto y le llevó la puerta.
Yo estaba
estacionado, leyendo mis resultados de sangre. Bajé del auto, el viejito se
agarraba la cabeza, su mujer parecía embalsamada. Le pregunté si estaba
lastimado, dijo que no, igual miré su cuerpo, toqué toda su cabeza, los brazos,
las piernas. Le ofrecí acercarlo a una guardia, para estar más seguros.
El de la traffic
frenó cuadra y media después y corrió hasta el auto con la puerta en la mano.
Parecía que yo
sobraba y entré en mi vehículo. Él tendría unos veintiocho años, calculé. Le
pidió disculpas, que no lo vio, que cómo se encontraba, mientras tocaba su
cuerpo y decía “Bien, bien”, dijo ser médico. El viejito le explicó que estuvo
algo confundido, pero ahora se había recuperado. La mujer agradeció la
deferencia del chico, que sonreía con alivio, él les explicó que tenía seguro y
agregaría un dinero para que el auto quedara como nuevo.
Enganchó el auto
en la traffic, para cargar nafta. Los invitó a subir y la viejita decía que la
camioneta era viajar en un elefante.
Aplaudía como
una niña y su marido le besaba la frente. Es verdad, decía el viejito, como
reza la propaganda, un “lugar soñado”.
El chico
advirtió que la pareja, no era de acá.
Le inspiró
ternura la conclusión del lugar soñado.
No quiso
desilusionarlos. Él sabía que era un pueblo de mierda.

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