Él iba en una
silla de ruedas, tenía amputaciones en piernas y brazos. Una enana sin trabajo
le propuso instalarse paralelo a una calle, estacionando como un auto. La enana
llegó a ser su mujer, estaba pendiente de él, repartía tarjetitas en una lata
usada. Cuando había semáforo rojo los autos le daban unos pesos. Pasábamos
todos los días y si había lugar estacionábamos y bajábamos.
─Qué suerte que
vinieron, si gustan podemos charlar un rato, pero no de la guerra, se los pido
por favor.
El gobierno no
les dio ningún resarcimiento. El premio fue seis cajas grandes de lentejas.
Todo gracias a un filántropo, cuyo nombre no se conoció nunca.
─¿Sabe cuánto
hace que comemos lentejas? Exactamente un año y medio. Tenemos otro amigo que
vende diarios, él tuvo más suerte y miedo, llegó al Sur donde los regios
preparativos eran aviones viejos y oxidados en portaviones inseguros. Llegó la
orden que él permanecería en tierra. En su lugar reclutaron gente joven de
Misiones, Santiago Del Estero, mal comidos. Centenares de muertes. El Gobierno
con ese pensamiento de mierda tipo: “los negritos no valen nada”.
Nos hicimos
amigos, nos reuníamos los fines de semana. Hacíamos asados a la canasta y
tomábamos vino hasta el desmayo. Por la mañana, mates en silencio. Tal y como
había pedido el señor de la silla de ruedas, “no hablar de la guerra”.
Aunque los ojos
húmedos denotaban la injusticia de todo.
La estupidez de
un tercer mundo, contra el primero. No hay por qué ni cómo explicar tanta
sangre derramada al pedo.

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