De espaldas en la barra, tomando una
ginebra, tenía un codo apoyado y otro levantado, la espalda formaba una
diagonal entre los hombros. Zapatillas gastadas, una enganchada en el soporte
del banco y la otra desmayada en el piso. Uno sentado bocetaba al hombre de
espaldas.
Es costumbre de la terminal, el micro
esperado a las 20 horas, llega 21 o 21.30, según si pinchó goma, pisó la
banquina o el conductor casi se queda dormido y el que lo reemplaza lo advierte
y cambia de volante, más lento, seguro que más viejo. Sin apuro, le quedan doce
horas más de trabajo en otras rutas que conoce de memoria. Los viajeros
duermen, algunos con los cables en las orejas olvidan el mundo. Otros no pueden
dormir porque un niño llora sin consuelo y pasan las horas, envidian a los de
cables orejeros y les gustaría encontrar cinta de embalar para tapar la boca
del niño chillonero.
Llega a horario el micro del sentado que
boceta, le falta un montón al dibujo, deja que el micro se vaya, por nada del
mundo perdería ese modelo perfecto del hombre de la barra que pide –Pibe,
servime otra-. Y el pibe, con ojeras negras, hace once horas que llena copas,
copitas y agua mineral. El pibe piensa que no hay un mango y no se equivoca. Le
sirve otra y le dice con voz neutra –Señor mire que no terminó la otra-. El
hombre de espaldas contesta filoso –Hacé la tuya pibe, de mí me ocupo yo-. Toma las dos
ginebras hasta el fondo, se le desliza el codo en la barra y sueña. La boina
azul con mareo le cubre el cuello.
El dibujante se entusiasma y anima su
trabajo con el hombre dormido. El pibe de ojeras se acerca al sentado y le dice
–Está buenísimo, la verdá, lo felicito-.

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