viernes, 2 de octubre de 2015

SIETE TORRECITAS


      Mi tía abuela Ema jamás pudo olvidar que pisé con bosta el extremo volante de su sayo verde malva. Cada visita que hacíamos miraba en el espejo de sus ojos aquella mancha imperdonable.
      Adoraba los caballos, montaba con su sayo verde al viento, se pensaba los cuatro jinetes del Apocalipsis en una sola persona, ella misma.
      Le gustaba la longevidad de toda su familia y sentía orgullo de la suya. Siempre estaba a punto de morir, pero no sucedía. Sus seres queridos lloraron tantas veces sus falsas agonías que cuando dios por fin se acordó de llevarla, a nadie le cayó una gota de los ojos. Sólo uno de sus sobrinos preferidos rompió todos los muebles de la cocina, cuidando que fueran los de fórmica. Raro su dolor y extraño el testamento.
      El piso de Buenos Aires, Chacabuco 584 quedó para mi tío, la casa de Chascomús, Quintana 78 también fue  heredada por mi tío. Las seis mil hectáreas del campo se dividieron entre papá y mi tío.
      Yo amaba sus piedras color cielo y mar, esas quedaron en los bolsillos de vaya a saber quién, el día del velatorio.
A mí me dejó su sayo verde malva con la mancha color verde bosta en el extremo.
      Quedó la casa de Montevideo, que donó a la iglesia para ganarse el cielo. Durante unas vacaciones acompañé a mi abuela a ver la casa de las siete torrecitas.
      Ella era una santa que acompañó a su hermana vanidosa hasta su muerte. Tembló de espanto al ver transformada la casa de su infancia en un prostíbulo VIP que los curas vendieron a un empresario ignoto.
      Mi abuela no tenía consuelo, la abracé fuerte.

      Advertí que aquella mujer permanecía en mi memoria, como la más alta de la familia. En mis brazos era bajita como una niña con frío. La invité a comer el típico chivito uruguayo. Estaba tan contenta que luego del vino confesó que su hermana Ema tenía maldad pos mortem, confundir un cura con una puta, era un colmo y le pareció perfecto que yo pisara su sayo verde malva con bosta de su propio caballo. Fuimos caminando de la mano hasta llegar al río. 
Nos metimos vestidas para que se nos fuera el jet-wine que tuvimos ambas.

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