Dormían plácidos, eran las once de la
mañana, no se levantarían antes del mediodía. El sueño del domingo era la
venganza de la semana del trabajo madrugador y cotidiano. Interrumpió el
descanso un timbre, dos, tres, la vecina que tocaba el portero eléctrico con
voz angustiada les pidió que bajaran de inmediato, algo terrible sucedía y se
avecinaba algo peor. Él con sueño preguntó si había tiempo de vestirse, los dos
estaban desnudos. –No, no hay tiempo, bajen por las escaleras, tomar el
ascensor es un peligro-. Ellos tenían un año de casados y les preocupaba que lo
otros advirtieran su pobreza, vivían en un departamento heredado, lujoso y
austero.
Ella misma cosía sus vestidos y los
vaqueros de su marido con la marquilla incluida, en un costado, parecían recién
comprados. Los sweters también los tejía la esposa, con diseños singulares que
despertaban curiosidad -¿Dónde compraste esa belleza?-. Y ella
contestaba sin darle importancia, -Creo que fue mi madre, lo trajo de EE UU o de algún viaje de esos que hacen
ellos...-.
El único gasto suntuario que hacían era
zapatos y zapatillas. Su religión era la apariencia.
Notaron que los cuadros se torcían y los
caireles de una araña cliqueaban. Ella se cubrió con una bata hecha andrajos
que perteneció a su madre y él, la musculosa con agujeros y una zunga fucsia,
recuerdo de su luna de miel en Las Toninas.
Abajo esperaban los vecinos que dejaron
de temblar ante la parejita absurda. Una señora generosa dijo –Qué cosa a los
jóvenes cualquier cosa les queda bien-.
Comenzó un nuevo temblor, el edificio se
derrumbó sobre sí mismo. Pasado el estupor que pone a la gente más estúpida de
lo que ya es, tomaron conciencia que nadie avisó al portero y la portera del
edificio.
La única vecina religiosa practicante
atenuó la culpa colectiva diciendo que él se acostaba borracho y ella, los
domingos, tomaba cuatro tiras de rivotriles, para soportar los golpes que se
daban mutuamente.

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