Establecía
conversaciones con los muebles, el lavarropas, la secadora, las ventanas.
Mirando al sur descansaba de protestar, elogiar, contarle cosas íntimas al
retrato de sus Padres.
—Buenos días,
voy a meter la ropa en el lavarropas, espero que no me traiciones con las
manchas perennes y sonidos que se escuchan anunciando que tengo que comprar
otro.
Ese día salió la
ropa impecable, el lavarropas le contestó:
—No vas a comprar
otro porque para eso estoy yo. Usted es muy torpe conmigo, me enchufa y
desenchufa como si estuviera haciendo puchero.
Ella no sabía si
entendió lo que le decía, tenían un idioma desconocido. Se comunicaban a cada
rato. La estufa eléctrica ni siquiera funcionó. La cruzó enfrente:
—Alguien te va a
llevar.
—Qué mal
agradecida que es usted, hice lo que pude, me parece que usted misma apretaba
los botoncitos de uno en uno, al final nada. ¿Quién me va a llevar?
—Es cierto, soy
torpe, tropecé con la aspiradora que rodó por la escalera de entrada. Me
transformé en mala. Le grité de todo y estaba tan furiosa que fui a buscar los
guantes de box de mi hijo, la cagué a trompadas.
Salieron los
vecinos que llamaron a la policía. El interrogatorio fue extenso, mientras ella
le hablaba a la compu que tenían sobre la mesa:
—Desde acá estoy
muy bien, me siento protegida.
Se acercó un
funcionario militar, le hizo otro tipo de preguntas. Ella le contestaba a los
botones dorados:
—Qué suerte que
los arrancaste, los milicos no me gustaban.
Finalmente
llamaron a una ambulancia mientras ella le hablaba a los picaportes, a las
rejas, a la luneta trasera.

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