Mis dos hijos
van a venir, soy el padre, me ocupé de ellos. Les pasaba para que no les falte,
la atorrante de mi mujer sabía, pero nunca dijo nada. El trabajo me lo
consiguió un taura, que era su amante. Fui un gil con suerte. Hacía los
traslados de los centros de La Plata.
Me tuvieron
confianza y me ascendieron, llegué a comandar grupos de tareas de primera
línea. Decían que cualquier complicación había que consultar al Ruso. Ese era
mi nombre en el trabajo, el Ruso. Nunca le hice asco a nada. Nadie dejó de
cantar conmigo. Yo me la creí y aceptaba el miedo ajeno como condecoraciones.
No sé cuántos fueron, pero me dejaban de cama. Prefería jóvenes, los viejos no
resistían nada. Después de siete años me jubilé. Había buchones y tuve miedo.
Vivía en La
Pampa, andaba hecho un maricón, lloraba en los atardeceres. Allí también era el
Ruso, pero distinto. Vinieron dos tipos atildados en un auto moderno, que
manejaba un chofer con cara de guarda el hilo. Uno bajó y preguntó si yo era
Pedro Rudenko. Me quedé frío, parecía que preguntaban por otro tipo y como un
boludo dije que sí. Era un nombre viejo, me pareció ajeno.
Bueno, fui con
ellos, me hicieron un juicio con acusaciones que yo ni recordaba. Y a cada rato
decían:
—Pedro Rudenko,
alias el Ruso.
En un momento
miré, a ver si estaban mis hijos. Pero no, ninguno de los dos.

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