viernes, 25 de marzo de 2022

ALIAS

 

   Mis dos hijos van a venir, soy el padre, me ocupé de ellos. Les pasaba para que no les falte, la atorrante de mi mujer sabía, pero nunca dijo nada. El trabajo me lo consiguió un taura, que era su amante. Fui un gil con suerte. Hacía los traslados de los centros de La Plata.

   Me tuvieron confianza y me ascendieron, llegué a comandar grupos de tareas de primera línea. Decían que cualquier complicación había que consultar al Ruso. Ese era mi nombre en el trabajo, el Ruso. Nunca le hice asco a nada. Nadie dejó de cantar conmigo. Yo me la creí y aceptaba el miedo ajeno como condecoraciones. No sé cuántos fueron, pero me dejaban de cama. Prefería jóvenes, los viejos no resistían nada. Después de siete años me jubilé. Había buchones y tuve miedo.

   Vivía en La Pampa, andaba hecho un maricón, lloraba en los atardeceres. Allí también era el Ruso, pero distinto. Vinieron dos tipos atildados en un auto moderno, que manejaba un chofer con cara de guarda el hilo. Uno bajó y preguntó si yo era Pedro Rudenko. Me quedé frío, parecía que preguntaban por otro tipo y como un boludo dije que sí. Era un nombre viejo, me pareció ajeno.

    Bueno, fui con ellos, me hicieron un juicio con acusaciones que yo ni recordaba. Y a cada rato decían:

   —Pedro Rudenko, alias el Ruso.

   En un momento miré, a ver si estaban mis hijos. Pero no, ninguno de los dos.

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