La selva amazónica es el lugar ideal para
escribir. Maru, su mujer, lo acompañó. En medio de tanta planta, en la tierra,
en el cielo, horizontes de más árboles. Pedro pensó que su dulce y leal Maru
iba a asustarse de todo.
Tenía una casa vieja, de madera restaurada,
cerca de riachos. Había dos mujeres que ayudaban en todo. Maru no tenía que
cocinar, una actividad que le gustaba. Tuvo que apartarse porque ambas mujeres
se pusieron celosas. La cocina les pertenecía.
El Doctor Manolo Uranga, era un investigador
de plantas, tenía un laboratorio donde hacía sus experimentos. De día trabajaba
en sus temas, de noche escribía.
Maru casi no salía desde que las dos mujeres
le pusieron una culebra bajo la almohada. Ella le contó a Pedro lo sucedido.
El Doctor Uranga las puso de patitas en la
selva. A cambio encontró dos indios de una tribu lejana para reemplazar el
trabajo de las mujeres anteriores. Maru se sintió protegida, ya no estaba sola
adentro de la casa. Además aquellos hombres le dejaron la cocina por su cuenta.
Maru preparaba comidas exquisitas mientras
uno de los hombres tendía la mesa larga con un candelabro al medio y la mejor
vajilla que tenían.
Esperaba a Pedro con ansiedad. Volvió tan
tarde que encontró a su mujer acodada sobre la mesa y dormida. Tenía puesto su
vestido más lujoso.
─¡Maru, despertate! Vamos a comer juntos
esta vez, te voy a contar los descubrimientos que hice.
Ella logró levantarse de la silla y corrió a
darle un abrazo.
─¿Qué haces con esa ropa en el medio de la
selva? Me parece algo ridículo. A mí me gustás cuando tenés el piyama puesto y
bien dispuesto.
─Me voy a descansar, no me siento bien, he
tomado el vino que íbamos a compartir. Mi vestido es ridículo, tenés razón,
pero tus ausencias son imperdonables.
─Tenés que comprender, estoy escribiendo un
libro, es algo serio que me lleva más tiempo del que pensaba. Hay dos hombres
en esta casa, que pueden comer con vos, ¿te resultaría denigrante? No quiero
que discrimines.
Se hicieron muy amigos los tres. Contaban
cosas de sus vidas, le enseñaron a tirar con cerbatana y con arco y flechas
venenosas.
Las noches, donde la soledad la agobiaba,
llamaba a uno de los hombres y se pegaba un revolcón. Lo necesitaba, ahora sus
ojos tenían luces nuevas. También probó con el otro. Después con los dos
juntos.
Una noche Pedro llegó temprano y los
descubrió. Insultó a los tres.
─Y vos, Maru, te vas a hacer ver la cabeza
en Buenos Aires.
Dijo Maru:
─Como vos dijiste, no tengo que discriminar.

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