La consigna de
las mujeres dependía de un cafisho. Ellas entregaban todo, menos la boca, una
manera de preservar algo del cuerpo.
Tenían
pseudónimos, los nombres verdaderos estaban en los documentos, que el cafisho
guardaba para que no se fuera ninguna. Una mujer joven, no muy hermosa, se
llamaba Feli. Tampoco era armoniosa su presencia cuando trabajaba. Pero lo
hacía tan bien que muchos clientes estaban satisfechos. De las mujeres, Feli se
cotizaba, se enriqueció allá y enriqueció al cafisho que no tenía ningún
nombre, para su seguridad.
Él estaba
perdido por ella, hasta le respetaba la boca, todas las noches que se
encontraban.
—Hubo cosas feas
y jodidas en mi vida, desde chica pasé de mano en mano. Ahora quiero tener mi
propio bulín. Para eso necesito mis documentos que el cafisho se niega a de
devolver.
Dijo Martirio:
—Si nos das
trabajo en tu negocio, nosotras le vamos a robar todos nuestros documentos.
Nos escapamos
una mañana temprana. Llegamos al bulín cuya casa tenía una cierta nobleza.
Vinieron muchos clientes que conocía de antes y otros nuevos, farabutes y
conchetos que pagaban en dólares y no esperaban el vuelto.
Feli era la
Madama de aquel lugar. Por respeto nunca la convocaron, logró tener una postura
digna y distinguida. El cafisho apareció solo, estaba quebrado y pidió
acostarse con ella. Feli lo aceptó de inmediato: “Estoy conmovido ¿y si nos
juntamos?” Ella se colgó de su cuello y le contestó un: “¡Sííí!, hasta te voy a
permitir que me des un beso en la boca.”

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