Años añosos, hastíos hastiados, toneladas de aburrimiento, el método de la muerte igualito todo los días. Hay un permiso otorgado a un café, nunca exceder la media hora. Voy al mismo lugar y me siento en el mismo lugar. Deposito mis huesos, más cortos que antes, más duros que antes, más pesados que nunca. Diarios no quiero, me mienten todos en todo, por escrito es demasiado. Prefiero mirar, hay un adoquín engañoso. Es una esquina donde la gente que transita siempre es la misma, traje más, corpiño menos. Trago mi café y de cada tres, dos tragan el adoquín, no se les desliza por la garganta. Les hunde el pie y el equilibrio los abandona sin decir nada. Las caras giran para ver si fueron vistos, con más horror y miedo que el dolor personal. Me dan risa, siempre fui respetuoso, he cambiado. No quiero herir a nadie, pero me desternillo al punto de golpear la mesa endeble con ambas manos. El café se derrama, el precio de la risa. Pido otro y en el primer traguito, un idiota trastabilla.
Faltan diez
minutos para mi partida y cuatro, con cara de nada, meten la pata. Las mujeres
por mostrar su soberbia sin piso, son las más. El hombre derrotado, mira hacia
abajo y alguna vez lo evita. Camino una cuadra y en la esquina entro en mi
calabozo cotidiano, un pie, luego el otro. Inevitable el agujero, pienso en los
tontos desprevenidos, en las tontas para siempre.
Alguna vez uno
dice basta y hoy yo soy uno. La puerta que gira no se detiene, da la vuelta
completa. Vuelvo a casa, a una plaza, o a la terminal. Dejo caer mi saco,
desabrocho el primer botón, tiro la corbata en el basurín municipal. Alguien me
advierte en voz alta.
Ya no escucho,
estoy en el lugar soñado.

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