- Lo puso bien alto para que no lo
alcancemos-.
Pensé
en Alex y en mi destreza. Nacimos juntas, pero yo salí primero, después vino
ella, chiquita y por sorpresa. Mamá casi perdió la razón, pero la recuperó enseguida,
fue el único modo de aceptar lo irremediable.
Tenía un San Roque en su dormitorio. A él
le pedía ayuda para no matarnos. Nos amenazaba con el maldito San Roque cada
vez que hacíamos alguna cagada. Decía que nos llevaría al infierno, era un
santo poderoso. Ella partió a hacer las compras -¿No había una
escalerita?-.–No, Papá la quemó
cuando nos quedamos sin leña-. Casi se puso a llorar, la muy tonta. Empecé a
balancear el mueble hasta que San Roque cayó al piso, decapitado. Llevamos sus
restos al inodoro y tiramos la cadena. El tipo no se iba, encima su cabeza nos
sonreía, con esa cara de nada que tienen los santos.
Mamá regresó antes de lo esperado, tenía
náuseas producidas por su nuevo embarazo. Se metió en el baño, de urgencia.
Escuchamos desde nuestro escondite. Mamá pedía perdón a San Roque por haberle
vomitado encima. Salió gritando: -¡Las voy a matar, hijas de Satanás!- Eso nos
sorprendió porque siempre pensamos que Papá era nuestro padre y que Satanás
jamás se hubiese casado con Mamá. Ella era muy católica y Satanás era enemigo
de la iglesia. Las dos lloramos, abrazadas, debajo de la cama. Nos descubrió,
fue a buscar el plumero de palo largo y nos empujó hasta sacarnos del
escondite. Alex se puso de rodillas y yo también. Le pedíamos perdón. Mamá fue
a la cocina, dijo que cerremos los ojos y abriéramos la boca bien grande. Vertió dos cucharadas de aceite de hígado de
bacalao en cada boca y exigió que traguemos. Nos encerró en el dormitorio.
Las mellizas no necesitamos hablar, al
rato de estar bajo arresto dormitorial tomamos el oso que más quería nuestra
hermana mayor, linda, mejor alumna y alcahueta. Le operamos el oso de lado a
lado y distribuimos sus vísceras bajo la almohada.

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