Miraban con descaro, mandíbulas caídas y ojos de escarabajo. El bar frente a la plaza, con mesas de bar, sillas de bar y ese café traído por mozos afables y viejos como los cimientos del lugar. Los ventanales que subían según las estaciones y lo vientos. El olor a bosta que trepaba de la calle, las risas abiertas y francas de los parroquianos. Quintina recordaba venir al pueblo con su padre y tomar cortaditos con medialunas. Los saludos de la gente, tan saludados, como festejando encuentros inesperados.
Ahora el bar era un agobio híbrido, con olor a aceite viejo y barato, casado con el repulsivo olor de caños de escape nublando los nogales de la plaza. No quiso entrar a aquel reducto sin identidad. Caminó buscando un alguien de antes que no aparecía ni bajo los teñidos tapacanas. Sólo caras operadas de hombres y mujeres. Gente de su edad, tan deformada como aquellos frentes soñados de todas las casas.
Llegó al Bar Tito, Tito mudado a España y otro par de pobres borrachos o ricos en copas, dejó de ser.
Tomó un taxi hasta el campito de sus padres. Les contó alegrías inventadas y encuentros no ocurridos. El viejo, por las sombras en los gestos de su hija, advirtió que mentía. La madre quiso saber de su vida en Italia, más que de sus impresiones del pueblo. Compartiendo el almuerzo, Quintina los hizo reír con anécdotas tranquilas, desopilantes e irónicas. En un silencio de ángeles Quintina puso las manos de sus padres en sus manos y lloró con hipos. Les dijo que los tanos eran más de lo mismo. El mundo cargaba con más mierda de la que pudiera imaginarse. Volvió para curarse un poco de ese filocapital que cubría Europa y encontró una sucursal perversa de aquello que dejó. Un pueblo rodeado de soja y disfrazado de ciudad con edificios equívocos con olor a lavadero. Árboles talados, sierras alambradas y casa pretenciosas en sus cumbres, desafinando el antiguo paisaje. Lo padres la abrazaron con la sabiduría que legaron a su hija, no encontraron palabras.
Quintina los sorprendió con la compra de mil doscientas hectáreas vecinas al pedacito de sus padres. Ellos no quisieron aceptar, la hija no debía invertir veinte años de ausencia y el esfuerzo de sus ganancias. No les pareció justo. Ella dijo que si no aceptaban iba a llorar el resto de su vida y volvería al lugar donde era una sudaca que instruía europeos tan burros como las vacas o los políticos.
Dijo tener planes creíbles y posibles. Ése era su lugar. Los padres no le creyeron tanto entusiasmo. Caer de tan alto duele.
Al amanecer recuperó la cordura y el mantra de la patria guaranga: “hacer algo acá es al pedo…” se impuso antes del primer canto de gallo. Armó su austera mochila. Redactó una carta para sus padres, contenciosa y administrativa: amor y euros. Hizo dedo en la segunda tranquera, no eran tiempos para viajar de ese modo, pero pensó que el miedo roba tiempo y ganas. El destino no importó. Lo que más hizo en su vida Quintina fue perderse. Es así como de cuando en vez uno se la cruza, es inevitable, como que redondo es el mundo.
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no sé muy bien en dónde caen estos comentarios , los publico acá y terminan en otro lado ( poca cultura bloggística ) pero quiero agregar que tu humor sigue gozando de buena salud y ME ALEGRA , aún el cuento más trágico tiene un TOQUE . BESO
ResponderEliminarPatri , ¿ conocés a DAMIAN COLUCCI ? vive a 20 km de Tandil y practica agricultura orgánica ( pero en serio ¿ eh ? Me acordé por lo de " las sierras alambradas y la soja "
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