Una especie de narcisista compulsivo.
Tenía paredes enteras de espejo. Incluso en el baño. Su primera acción al
despertar era correr al espejo. Se miraba de frente, se levantaba las cejas,
previo mojar el índice con saliva. Luego apreció la perfección renacentista de
su cuerpo. Necesitaba alguien que lo quisiera por su alma y compartir un largo rato de su vida junto a ella. Vino con retardo, solía olvidar cosas en los
viajes. La maleta, la cartera, el bolsito rojo, era una persona con talento
para los olvidos. Él estaba esperando en el aeropuerto, vestía un perramus
inglés y un sombrero de ala perfecta. Rusell la vio con el corazón y la abrazó
con el cuerpo. Ella se alejó y dijo “Yo soy Charo y para mi también es un gusto
reconocerte.” Cuando arribaron a la casa Julián, el mayordomo y Alberta, la
mucama, saludaron y se encargaron del equipaje. Charo miraba las múltiples
Charo que se reflejaban en los espejos, le dio vértigo. Comieron tarde, Alberta
hizo una comida especial. Pensaba que la chica que allí estaba era un partido
ideal para Rusell, dejaría de mirarse todo el tiempo a sí mismo. Dejaron los
platos vacíos, con un pedacito mínimo, para quedar bien. Se casaron esa noche.
Vino un cura del pueblo y dos padrinos: Julián y Alberta. A los pocos minutos
estaban en la habitación nupcial. Charo dijo que tenía celos de tantas mujeres
que estaban con él. Rusell contestó que lo mismo debería pensar él, con tantos
hombres. Se hizo silencio. Desayunaron y hablaron de los verdes que se pierden
en las ciudades.
A los dos años, una mañana, le dijo a su
marido que deseaba separarse. Él dijo que bueno, dormido y bebido. Hacia el
mediodía sonó el teléfono, era Charo explicando que así eran las personas y
otros argumentos remanidos. Rusell
colgó el teléfono sintiéndose muy desgraciado y estuvo enfermo de amor una
semana.
Tal vez fueron las compresas de Alberta o
los placebos de Julián. A los siete días concertó una cita con una ciega, una
prima segunda llegada de Londres. Le parecía curioso cómo ver sólo el los
espejos infinitos. Cuando entró la ciega, le dieron mareos y frío. Rusell le
puso alfombras en el piso y un poncho de vicuña en los hombros. Ella le besó la
cabeza. Ahora la casa tiene alfombras de lado a lado y la ciega lee braile
mientras le acaricia los pies a Rusell. Sonó el teléfono, era Charo, para
decirle que lo quería “para siempre” y que…Rusell cortó.

Flor o muerte, ningún hombre es el mismo después de su primera caída.
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