viernes, 26 de abril de 2013

REPRODUCCIONES



      Una especie de narcisista compulsivo. Tenía paredes enteras de espejo. Incluso en el baño. Su primera acción al despertar era correr al espejo. Se miraba de frente, se levantaba las cejas, previo mojar el índice con saliva. Luego apreció la perfección renacentista de su cuerpo. Necesitaba alguien que lo quisiera por su alma y compartir un largo rato de su vida junto a ella. Vino con retardo, solía olvidar cosas en los viajes. La maleta, la cartera, el bolsito rojo, era una persona con talento para los olvidos. Él estaba esperando en el aeropuerto, vestía un perramus inglés y un sombrero de ala perfecta. Rusell la vio con el corazón y la abrazó con el cuerpo. Ella se alejó y dijo “Yo soy Charo y para mi también es un gusto reconocerte.” Cuando arribaron a la casa Julián, el mayordomo y Alberta, la mucama, saludaron y se encargaron del equipaje. Charo miraba las múltiples Charo que se reflejaban en los espejos, le dio vértigo. Comieron tarde, Alberta hizo una comida especial. Pensaba que la chica que allí estaba era un partido ideal para Rusell, dejaría de mirarse todo el tiempo a sí mismo. Dejaron los platos vacíos, con un pedacito mínimo, para quedar bien. Se casaron esa noche. Vino un cura del pueblo y dos padrinos: Julián y Alberta. A los pocos minutos estaban en la habitación nupcial. Charo dijo que tenía celos de tantas mujeres que estaban con él. Rusell contestó que lo mismo debería pensar él, con tantos hombres. Se hizo silencio. Desayunaron y hablaron de los verdes que se pierden en las ciudades.

      A los dos años, una mañana, le dijo a su marido que deseaba separarse. Él dijo que bueno, dormido y bebido. Hacia el mediodía sonó el teléfono, era Charo explicando que así eran las personas y otros argumentos remanidos. Rusell colgó el teléfono sintiéndose muy desgraciado y estuvo enfermo de amor una semana.

      Tal vez fueron las compresas de Alberta o los placebos de Julián. A los siete días concertó una cita con una ciega, una prima segunda llegada de Londres. Le parecía curioso cómo ver sólo el los espejos infinitos. Cuando entró la ciega, le dieron mareos y frío. Rusell le puso alfombras en el piso y un poncho de vicuña en los hombros. Ella le besó la cabeza. Ahora la casa tiene alfombras de lado a lado y la ciega lee braile mientras le acaricia los pies a Rusell. Sonó el teléfono, era Charo, para decirle que lo quería “para siempre” y que…Rusell cortó.

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