La casa quedaba en una esquina triangular
y miraba desafiante a la Plaza Moreno.
Su imagen era despiadada, de bóveda inmensa de tres pisos con subsuelo. Rodeada
de árboles de cementerio, pinos cerrados guarda-murciélagos. Los Atencio eran
cuatro hermanos. Tenían un cocinero y decían que en una habitación vivía una
joven muy hermosa, que jamás salía. Los Atencio eran viejos, sordos y
católicos. Ese casón y sus habitantes detuvieron el tiempo en 1930, vestían lo
mismo que en esa época. Cuando salíamos de la escuela pasábamos cerca, para
jugar al miedo. Una mañana en la puerta que daba a Diagonal 73, se asomó un
cocinero de bigotes enormes y gorro blanco y alto. Tenía una cuchilla en la
mano, hacía señas que nos iba a degollar y se reía como un orangután.
Tuvieron que llamar a un cerrajero para
reparar dos cerraduras internas. Cuando tocó el timbre y no atendió nadie, don
Gerardo se asomó y vio a los cuatro hermanos, jugando a la canasta. Dijo buenas
tardes y ninguno le contestó, se acercó a uno de los hermanos y le gritó que
era el cerrajero y dónde estaban las cerraduras. Algo de oído tenía, lo condujo
al tercer piso. Las escaleras, interminables, eran como un caracol de hierro
con pasamanos totalmente pringosos e infinitos. Aquí es, dijo el viejo a los
gritos y se tiró en un sillón por el esfuerzo de hablar alto. Señaló las
cerraduras, pertenecían a tres puertas diferentes.
Gerardo realizó un trabajo de orfebre con
todas las cerraduras. Las probó y abrían y cerraban perfectas. En la tercera
puerta no abrió, porque ya estaba abierto. Había una hermosa criatura. Le dijo
que su nombre era Pilar, Gerardo dijo que él era Gerardo y elogió su hermosura.
– Es verdad, soy linda pero estoy loca como una cabra, así que retírese de
inmediato, mi peligrosidad es alta-. Gerardo cerró la puerta. Se puso a mirar
por dónde salir. La primera puerta daba a un living, lleno de tierra y
telarañas. La segunda continuaba con otro living donde quedaban los espectros
de cuadros que estuvieron en paredes cubiertas de seda y luces y sombras de
muebles que se fueron. Se dio cuenta que abría más puertas que las que había
arreglado. Era una casa de planta incomprensible, nada terminaba en nada y la
luz apenas daba en los ventanucos. Se sintió preso de lo absurdo, llamaba a los
gritos y nadie respondía. Alguien, desde arriba, como Dios en el cielo, le
pidió que esperara. Se escuchó una puerta que abrió y lo dejó ciego de sol, el
cocinero, vestido de chofer, lo llevaría a su casa. Abajo jugaban los hermanos
a la lotería. Faltaba uno, ése le sostenía la puerta de salida, Gerardo estaba
seguro que era el viejo de arriba ¿cómo hizo tan rápido? Gerardo casi se iba y
apareció Pilar, vestida de negro, con un enorme moño negro en el pelo, le traía
sus herramientas. Fue la encargada de decirle que le podrían pagar cuando
alguno de los Atencio cobrara su jubilación. Luego entró corriendo. Gerardo
estaba seguro que ya estaría en su cuarto, arrancando su ropaje, antes que le
saliera saliva de la boca.
El cocinero chofer entró mirando a los
viejos con indiferencia. Se puso el piyama y una bata apolillada. Bajó Pilar,
se le sentó en la falda y le dio un beso corto. -Salió perfecto-, dijo el
marido de Pilar. –Creyó que vos estabas loca, que yo era un sirviente y que le
íbamos a pagar con la jubilación de los tíos. El tipo se tragó todo-.

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