martes, 14 de mayo de 2013

MUDO



                                           “…sé que he perdido tantas cosas                                                                        
                                                  que no podría contarlas y que                             
                                 esas perdiciones ahora son lo que es mío.”                                                
                                                                                         J.L.Borges    
                                                                                  
                                                                                                             
      En la punta de la galería se construyó un panal natural. Toribio se tiraba en el mosaico y le pasaba la lengua al piso, mientras un hilo de miel glisada, caía sin interrupción. Nosotros lo espiábamos. Toribio comía junto con las hormigas, apoderadas de aquel elixir. Fuimos a contarle a los grandes. Dormían la siesta. Alguno roncaba y otro le respondía, fue mejor no llamar a nadie. Cuando volvimos, Toribio estaba con la bomba y la cabeza bajo el chorro. Fuimos a ver las baldosas, era un mar tentador para pasarle la lengua, no tenía una sola hormiga. Era tan rica que todos terminamos pasando la lengua por zonas innecesarias.

      Toribio no hablaba, no se sabía si por no  querer o no poder. Mi familia decía que era opa, su madre, Esmeralda, murió al nacer él. Para nosotros, jugar con Toribio, era una fiesta. Sus artilugios para explicarnos sin hablar eran mágicos. Nos daba miedo ir al monte de noche. Toribio entraba sólo y nosotros lo seguíamos. Él nos enseñó las fases de la luna y silbaba los cantos de casi todos los pájaros. Esmeralda, nuestra tía abuela, había dejado lingotes de oro escondidos en la casa. Cada verano se ponían todos a desarmar la casa en algún lugar exótico, como Esmeralda.

      Volvíamos a la ciudad en poco tiempo. Un día Toribio nos mostró dónde estaban los lingotes. Fue cuando los grandes estaban en misa. Nos llevó al aljibe seco. Hizo una demostración de cómo podíamos bajar. Una escalera de soga y de uno en uno llegamos a ver la cantidad insolente de lingotes apilados en el fondo del aljibe seco. Toribio tenía una carta de esmeralda donde rogaba que no destruyeran la casa para buscar nada. Llegaban los grandes, Toribio Huyó al monte. Lo buscamos tres días, al cuarto nos metimos en la parte más intrincada, donde nunca íbamos. Había un montículo de hojas que lo tapaban y él sonreía. Toribio estaba muerto. Lloramos como cocodrilos. Él era tan generoso, nos dejó su corazón, que es la memoria de su latido.

     

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