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-¿Podés hacerme un favor? -. – Sí me encanta hacer favores al
favorecido -. Estaba al tanto de las circunstancias, era mi primo y amigo, el
mejor. De chicos jugábamos y de grandes nos contábamos cuántas cicatrices y
moretones tenía cada uno de las viejas peleas infantiles. Mi hermana tenía una
depresión catatónica y se negaba a festejar el cumpleaños de su hijo de cinco.
Cuando podía hablar decía que el niño ni cuenta se daría. Nunca supieron qué
día nació. Nosotros tampoco. Vivían en el campo, sin vecinos ni visitas. Al
pueblo iba el marido solo, nos llevó al niño, tenía los ojos de la madre y un
proceder rústico y callado como su padre. Luego de estrujar al sobrino, casi
rogamos que lo dejara unos días. Ninguno de nosotros tenía hijos y éste fue el
depositario de la ternura que guardábamos para el querubín. El padre bajó la
cabeza, mi hermana dormía todo el día, dijo. Aceptó que su estadía no excedería
los siete días.
Al
tercer día de jugar a lo que el niño quisiera, revolcarnos en el barro, subir
árboles, le dijimos que el cumpleaños sería al día siguiente. Fue a dormir sin
decir nada. Le hicimos una torta de chocolate, bañada en más chocolate. Pusimos
cinco velitas. Sintió vergüenza pero las apagó. Luego de comer un pedazo de
torta, más grande que su mano, nos dio un beso a cada uno. Quedamos con las
mejillas chocolatadas. Por primera vez lo escuchamos reír como su madre cuando
era chica. Con el tiempo se transformó en alguien sombrío y callado. Cuando le
apareció la panza, mi padre la arrastró de los pelos al único bar del pueblo y
preguntó quién era el padre, a los hombres que bebían en esa soledad que daba
la tristesitud. – Bueno si nadie contesta, señalá quien fue - . Ella señaló a
cualquiera. El viejo les dijo que se casarían ese mismo día. El hombre aceptó y
ella también. Mi hermana confesó a su marido que él no era el padre del niño. -
¿Cómo va a ser mío si nunca estuvimos juntos? - . Mi hermana dijo que si un día
aparecía el padre del bebé, se iba. El hombre aceptó el trato.
Cuando pasó a buscar al niño, llevó a su mujer. Estaba aletargada, pero
nos abrazó a uno por uno. Le llegó el turno a mi querido primo, mi hermana lo
abrazó le besó la mejillas, la frente, la boca y el cuello, ninguno se soltaba
del otro. Pasó al lado del hombre y con la cabeza alta, esbozó un gracias seco.
Subieron a la chata. Mi primo no se despidió de nadie. Lo único que vimos
saludar fue la mano del querubín, con un osito que saludaba igual.

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