La depresión económica hizo que en el sector fumadores, de varias mesas, había sólo dos ocupadas. Yo leyendo un pasquín. La persona en la otra mesa cercana, con un café desde hacía media hora, flaca con la ropa pegada a los huesos, había entrado en la edad donde el color de los ojos se diluye. Ella me habló con voz tranquila, de nacida y criada. Dijo conocerme, desde su casa veía mi caminata diaria de seis kilómetros y el día que dejé mi traste al aire para hacer reír a mi marido, ella también se rió. Le gustaba el sentido del humor, comentó de sí misma. A mi no me pareció que fuera una persona con sentido y menos aún del humor. No le creí ni jota. Patética y mentirosa, lo señalaba su amplia soledad, elegida o no. Después del comentario, puso su cabeza en la ventana de dos posibilidades: autos estacionados o cielo con nubes móviles. Seguí con mi lectura del pasquín y sin mirarla hablé de las casas de su sierra: tenían jardines sin nadie, nunca. Ella negó todo: la gente amaba la naturaleza y jugaba con sus niños en sus parques arbolados, decía con seriedad testimonial. En dieciséis años, jamás ví las situaciones que describió, no amaban la naturaleza, asesinaban árboles, tapaban la tierra con piedritas. Odiaban a los niños, los encerraban en colegios privados con comederos incluídos. No quise contradecirla, cada cual atiende su juego y algunos perciben cosas que no existen. Tenía superficie corporal de cáncer terminal. Cuando partió saludó triste.
Nunca encontré su casa, desde donde dijo observar mis caminatas. La ví otro día sentada en la misma mesa, me acerqué a saludar y le di un beso. No le pregunté cómo estaba porque su piel era gris y su cutis evanescente. Por vez primera sonrió con dientes amarillos y encías expuestas. Me dio frío.
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