miércoles, 13 de enero de 2016

LA VEREDA

      Todos tomaban café en una especie de terraza angosta, no era una terraza, diez tablones, escalón y rambla para discapacitados. Único lugar donde se podía fumar. La terraza apoyaba sobre el ventanal que daba a los sanitos, sin humo, con perfume y hablar sonidos bajos.
      Los del tablado preferíamos la calle, mirar pasar la gente, leer el diario y tomar un café solo o cortado con lagaña. Fue un año por debajo de la crisis del 30, nadie tenía un céntimo.
      Siempre algún acomodado del gobierno anterior convidaba mesas con café batido. La máquina de café se había roto y no se conseguían los repuestos.
      Con la heladera pasó lo mismo.
       Hubo que clausurar los sanitarios y precintarlos, nadie se atrevió a limpiarlos por dentro. Se filtraba agua servida cayendo en cascadas por los escalones. Cerraron la llave general.
      Un día sucedió algo, gracias a no se quién, las cosas suceden. Siempre suceden.
      La máquina de hacer café se arregló sola.
      Bastante grosera, por cierto. Echaba café a diestra y siniestra. Cuando se inundó el bar los asistentes tomaban sus cafecitos en cuatro patas. Cruzaron los empleados de Fraverga y los de tiendas La Capitul. Dejaron el piso seco, quedó un charquito que dos trapitos aprovecharon. Hasta los perros de la calle se ocuparon de pasar la lengua. Volví caminando porque no supe dónde había dejado el auto. Humillado, porque yo también me arrodillé y tomé.

      Me partió el hígado jodido. La ingesta de dos litros de café no es gratis.

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