Cuando cumplió tres años tuvo su primer ataque de epilepsia, apagó las velitas y la aplaudieron, protestó elastizado, había que esperar, dormía un rato y despertaba como si tal.
Creció y quiso una plataforma en el laurel más antiguo del monte. Por su problemita, se le concedía todo.
El padre realizó la plataforma. Desde allí molestaba con un espejito, a cualquier persona, animal o cosa. Miraba el cielo mientras sus hermanas olvidaban su existencia.
Un peón encontró una soga, con un nudo de ahorque, en el árbol de Adela. Su madre mandó cortar la soga y juntar todas las sogas, hilos, bufandas largas y trasladar todo a un almacén lejano. Cuando Adela miraba con fascinación la medicación de su madre y la aplaudía tras la última toma, decidieron juntar todos los remedios, pociones polvos, venenos de hormigas y otros insectos, para esconderlos en el sótano. Cuando Adela se aburría, que era el día completo, se asomaba al aljibe para mirar su propio reflejo. Iba todos los días. Sus padres mandaron cerrar el pozo y todo lo que tuviera más metros abajo del piso.
Adela se daba cuenta cómo movilizaba la familia cuando detectaban con qué se le ocurriría matarse.
Se dio cuenta que hasta a sus hermanas les importaba.
Llovía, durante el almuerzo las chicas se sentaron empapadas. El padre, sin mirar dijo que faltaba Adela. Corrieron todas a la ventana y los padres a la galería.
Venía del monte Adela, parecía un ángel, tenía un ropaje blanco y el agua no la mojaba, saludó con la mano a mitad del trecho. Nunca había saludado a nadie. Caminaba y tiraba besos con pasos cortos. Un rayo venido del monte cayó cerca de Adela, más que cerca, entró por su cabeza y salió por sus pies. Logró despedirse, antes de ver su sueño realizado.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario