Todos los años y nunca. La última vez, ni recuerdo ahora, fue en marzo, un lugar remoto. Calles de arena, casas sin importancia, entramos en la playa ancha, de horizonte azul, mucho gusto, gracias por estar ahí, pensé. Hotel vacío, cómodo, de silencios de tamarindos y álamos. El sonido del mar acariciando el aire.
En un boliche en la playa, con olor a pescado fresco y familia risueña, nosotros sentados paralelos, cerveza y merluza rica. Acodada en una ventana, una chica espigada y blanca, dejó de leer su libro naranja de hojas sobadas y nos miramos, sonreímos, éramos tres. Ella sola, no había dudas. Rara como las gaviotas. Las palabras cruzaron. Borró algún misterio, venía de Buenos aires, antes vivía en España, su padre fue despedido de un buen trabajo. Puso cara de injusticia y dijo que era librera. Mi autor predilecto, le dije, ella coincidió. No podía quedarse con uno, dijo, yo en realidad tampoco. La literatura es tan vasta como el mar. Tema dos, teatro, tema tres, cine. Palabras austeras. Nos fuimos, pidió tomar nuestro retrato en la playa. Ella dispuso sillas separadas y hacer de eso nuestro living. Sugirió mandarnos la foto. Tomó nuestro e-mail.
Otros días la vimos comiendo en el mismo parador, sola, pasando de mirar el horizonte al libro naranja sobado. Siempre vestida de blanco y al retirarse invitando alguien para tomarle un retrato. No nos hablamos más, respeté su soledad y ella mi descanso de palabras. Me gustó no saber de sus novios transitorios, de su librería, donde no entraba nadie, de la dramática separación de su familia, del suicidio de un novio definitivo.
Llegó al hotel otra joven sola, de pelo negro. Andaba ociosa bajo los piñoneros. Las vi de lejos, una mañana de sol y viento. Venían en direcciones contrarias, al verse ambas se detuvieron, parecían discutir.
La espigada tomó una foto y la otra extendió su brazo, le quitó la cámara, la arrojó lejos, donde el agua la alcanzó.
La chica blanca abría la boca y le decía no se qué, pero tenía forma de odio seco, la de pelo negro sonreía perverso, buscó la cámara mojada y levantando el brazo la arrojó más lejos que sus fuerzas. Las dos quedaron tiesas, enfrentadas como toros flacos. Tenían los brazos caídos a los costados del cuerpo y se miraban los pies. Retrocedían con pasos vencidos. Siguieron caminos distintos. La de vestido blanco se diluyó entre los médanos.
Durante la comida en el hotel, estaba la joven de pelo negro, acodada en la ventana, tenía el libro naranja sobado ante sus ojos. Con manos tranquilas rasgaba las hojas. Terminada la tarea, juntó los pedazos en la servilleta de tela. Salió del comedor, abrió la puerta de entrada. Con pasos de molicie, depositó el contenido de su servilleta en un latón de residuos.
Bajé a desayunar y ella ya estaba. Tenía el bolso de partir, apretado entre sus brazos. Apareció el conserje que trasladó su bolso hasta el micro. Tenía el cartel de destino “Cristiano Muerto”. Ella saludó con un gesto triste, acodada en la ventanilla del micro.
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ME GUSTA, LA EXPLICACIÓN DEL MEOLLO SE LA PUEDE DAR UNO MISMO, A PIACERE.
ResponderEliminarCLARO, SE IBA A CRISTIANO MUERTO PARA ATURDIRSE EN ALGÚN BOLICHE. EN ESA LOCALIDAD, LA MOVIDA NOCTURNA ES TREMENDA.