Tiré mi mejor
pullover al tacho de basura. Una confusión, estaban al lado, ambos son
redondos, cuando terminó el proceso de lavado, dentro no había nada. Era tarde,
habían pasado los recolectores. Laburando sin guantes, con zapatillas gastadas,
¿cómo les podía preguntar por mi mejor pullover? Cuando escuché el remisse
busqué las llaves. No estaban. Cerré la puerta de casa sin llave, no puedo
faltar, me dejan cesante. Regresé en un micro equivocado, pero llegué. La
puerta estaba cerrada, pero sin llave. Corrí un armario sobre la puerta, no me
quedaba otra opción. Estaba muerta de hambre. Le di un mordisco a la banana
solitaria de mi frutera. Olvidé pelarla, le sentí un gusto raro. Pensé en
arrojar la cáscara a la basura. No la encontré por ningún lado. La banana me
cayó pesada.
Abrí la ducha,
fue un placer que se cortó cuando vi que no había jabón ni shampoo ni toalla.
Me sequé con la toalla de mano y a la cama. No tenía sábanas ni acolchado, salí
al patio, llovía. Por la mañana había puesto todo a ventilar. Después de
catorce horas de trabajar derrapé en el colchón y me tapé con la alfombrita del
piso.
Por la mañana
saqué un cubito para mis ojos hinchados y encontré las llaves, cubiertas de
hielo. No tenía dinero para tomar un remisse, ni un micro. Desayuné lo único de
la heladera, un vaso de leche cortada que escupí en un florero. Llegué agitada, pero a tiempo. Todos miraban
mis pies. Sumergidos en pantuflas
enormes con orejas de conejo y bigotes. Olvidé los zapatos. Mi jefe estaba
esperando con cara de: “Otra más y fuiste”. Hice todo lo que me pidió. Sólo que
los expedientes fueron dejados en reparticiones equivocadas.
Perdí el
trabajo, cuando salí no recordé dónde era mi casa. Ni tampoco supe cómo se
lloraba. Un tipo me abrazó por la calle, le di una bofetada, preguntó por qué,
si no había motivo. Pedí disculpas, hacía más de diez años que Jano era mi
novio y no lo reconocí. Expliqué lo de mis olvidos permanentes. Me invitó a su
oficina y acepté, quería descansar y sabía de la comodidad de aquel lugar. Con
voz tranquila, Jano habló de nuestra relación: paciente-analista desde hacía
una década. No éramos novios. Eso me alivió. Tener un novio y tan poco
atractivo me parecía deprimente.
Jano explicó que
la sociedad actual, sumergida en un continente mafiocrático, donde las personas
estaban a merced del desamparo en todos los órdenes. Un Tsunami donde la
memoria era una de las pérdidas colectivas, entre otras.
—Luego de mis
reflexiones, ¿usted recuerda algo, mi querida?
Apareció un
núcleo de fuego en mi cabeza y grité que sí. Le conté que trabajaba con un
analfafuncional, de cargo jerárquico, que me hacía caminar de un lado a otro
con pilas de expedientes. Al terminar mi tarea, debía limpiar todos los baños.
Por suerte, o por desgracia, me despidió. Jano, desde su pipa apagada, preguntó
si no podía hacer el esfuerzo de recordar que yo era médica psiquiatra y psicóloga. Hizo una pausa, donde me aseguró
un trabajo, de escaso horario en el ANSES. Contesté que había perdido la
memoria, que mi estado de confusión era inmenso, que tal vez hubiese perdido la
razón, pero mi dignidad estaba intacta. Me fui, no sé adónde, pero me fui.

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