Decía una chica de veintiocho años que la vida cotidiana mata, se mató. Desde que suena el despertador que odio. Ventilar, tender camas, hacer la comida para ella y para su marido algo preparado… Le dejaba un papelito que decía: “Estoy en el trabajo, vuelvo a las 24 horas, nos vemos”.
Cumplió lo prometido, cuando volvió él no
estaba. Se tiró largo a largo en la cama y se durmió. Le gustó que se fuera.
Tiró el despertador al piso y le dio con una maza. No se molestó en juntar los
pedacitos. Se acostó vestida mirando al techo, era hábil el idiota. Construyó
la casa con lenga.
Recordó partes de su vida, todas fueron un
fracaso. No tengo ganas de continuar pensando. Recordó la chica de veintiocho
años. Se levantó y sintió lo mismo que aquella chica. Abrió el cajón de los
medicamentos y tomó todo con un whisky o varios. Mejoró su vida y se mató. Fue
lo más sensato que pudo hacer.
La muchacha que limpiaba llamó una
ambulancia, trataron de recuperarla pero no pudieron. La muchacha se puso
contenta, por fin podría hacer el amor con el marido de la finada.
Compró un reloj despertador y lo esperaba
desnuda bajo el cobertor. Él llegó tan cansado que se durmió vestido. Ni la
saludó.
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