—Con los alumnos fue buena como docente virtuosa. Pero en casa era una perra, ladraba cuando el almuerzo y eso que tenía Cocinera. Ella era la única en darse cuenta que debía ocuparse de nosotros, la dulce María que volvió a su pueblo cuando moría.
Me parecieron
ajenas aquellas confesiones.
—José, esa no
era tu vida, vos permitías que gritara todo el día, hasta dormir la siesta. ¿Y
tus hijos?
¿Cómo le digo
sin obtener su desprecio?
—Vivían en un
internado, donde eran muy bien tratados, los fines de semana iba a buscarlos.
Fernandito preguntaba. “¿Volvemos a lo de Cruela De Vil?, ¡qué moplo!” Los
recibía con un “Hola” y sin levantar la vista, corregía cuadernos.
Demetrio tenía
la impresión que él sabía, pero lo vivía como un descanso. Todas las mañanas,
Cruela hacía el amor con Demetrio, volvía a la Escuela, buena y dulce. Los
alumnos la querían como a una madre. Inventaba números y palabras para que los chicos no se aburrieran. Era el único
grado que funcionaba. No había Docentes, ni Directora, ni Portera y el sueldo
venía cuando querían. Demetrio, que tuvo finados ricos, no trabajaba.
Él hacía la
limpieza de la Escuela y encontraba oportunidades para echarse un touch and go
con Cruela. Gritaba placentero y los chicos se asustaban. Le preguntaban qué le
había pasado y ella les decía que sufría de estreñimiento.
Un niño curioso,
preguntó qué quería decir eso. Cruela le pidió que lo buscara en el
diccionario. Al día siguiente se hizo presente la madre, con una cajita de
Dulcolax, pidió perdón por la intromisión:
—Yo sé lo que es
eso, pero este producto le quita hasta la arruga que tiene entre ceja y ceja.
La Madre del
niño del laxante, era amante de José, desde que los hijos de Cruela iban al
internado. El domingo del cumpleaños de José, hicieron un asado. Estaban
Cruela, Demetrio, los niños que vinieron del internado, jugaron toda la tarde
con el niño y la Madre del laxante.
Los duraznos
estaban en flor. Había luces y sombras que iluminaban al grupo, donde José y su
amante no se miraron nunca. Cruela y Demetrio se hamacaban y luego paseaban por
los frutales, tomados del brazo. Nunca dejaron de mirarse.
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