La piel de la cara tenía un tajo que iba de
la frente al mentón. Trabajaron tres médicos y cinco enfermeras, juntar las
pieles tenía algo de orfebrería. Debieron estirar tanto la media cara, que se
produjo una estética instantánea, ese lado quedó suave y joven, con un ojo
verde amplio. El otro perfil, el verdadero, era un nido de arrugas y patas
gallináceas.
Ese lado no se lo hicieron, la piel no
alcanzaba, la mutual tampoco.
Penélope sentía más y más rencor por el tipo
que la tajeó. Cuando curó y pudo salir, recorrió calles desconocidas, a pesar
de haberlas caminado hacía seis meses, con litros de ginebra encima.
Un hombre alto la llevó en brazos hasta la
casa de ella, a pesar de ignorar dónde quedaba.
Ella recordó niebla, llovizna y después todo
negro.
Cuando despertó le parecía extraño el lugar,
no era su casa, sin duda, se puso de pie.
Antes de llegar a la puerta, sintió una mano
pesada en el hombro. Penélope, tomada del picaporte, pudo ver en la sombra de
la pared una mano que se levantaba con una navaja y le producía el corte. Ella
salió a llamar un taxi, cuando veían tanta sangre, todos pensaban en el
tapizado, nadie quiso llevarla. La portera del edificio pidió una ambulancia,
era chusma, fue una suerte porque vio al hombre y la sangre. Cuando ingresó a Emergencias,
tardaron tanto en atenderla, puso en su bolso un bisturí que asomaba de un
estante.
Buscó la calle del boliche, era más factible
que estuviera ahí. Tenía la espalda contra la pared y el resto dormido. Penélope,
ya que estaba a unos centímetros del corazón, insertó el bisturí, hasta tener
el corazón en sus manos. Salió del boliche y se lo tiró a unos perros
hambrientos.

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