Sin importar que fuera invierno o verano, el
hombre de baja estatura usaba un sobretodo negro, largo hasta sus supuestos
gemelos.
Tenía un andar de bull-dog enojado mal, con
la impotencia del petiso.
Perdió a su mujer y el disgusto le produjo
atermia. Vivían en un edificio alto en un piso alto. Se los veía como si
tuvieran una relación marital secular, cuando abrían la puerta del depto, para
salir o llegar, provenía de adentro la sensación que hacía años que allí no se
hablaba, remedaba un pasillo de viento atrapado. Salieron de compras domésticas
como hacían todos los viernes de su vida.
-¿Vos llevás el carrito?-. Preguntó ella
agitada. –No. Estoy acá en el ascensor con la puerta abierta esperándote, traé
el carrito por lo menos-.
Ella salió como un remolino, primero el
carrito, luego las llaves, olvidaba la cartera, le faltaron los anteojos, pero
esta vez no regresó, cerró la puerta y corrió
hacia donde sonaban las moneditas cada vez más impacientes. Él bajó el
belfo de su mentón y le cedió el paso. Ella abrió el labio superior mitad
encía, mitad dientes y subió.
En realidad bajó, el ascensor no estaba. Él
no lo advirtió y quedó fijo.
Un policía le pidió que lo acompañara. Su
mujer estaba veinticinco pisos abajo. Él no quiso mirar.
Hubo juicio, el veredicto final fue
“Accidente seguido de muerte.”
A partir de ahí fue que el enano se abrigó
para siempre. El abogado defensor era su mejor amigo y eficiente profesional,
pero no transparente.
Lo del ascensor que no estaba, sonó
desafinado, que él estaba al lado, él apretó el botón pero no se dio cuenta que
no tenía piso, por lo tanto no había ascensor. Tal vez el Juez se mareó, tanto
subir y bajar.
El enano fue el autor intelectual del hecho.
Habla por la calle con un celular que no
tiene a nadie del otro lado.

No hay comentarios:
Publicar un comentario