Mi Abuela Laura
contaba cuentos que daban miedito. Terminaban bien, a mí el miedo me daba
gusto. Clara, mi otra Abuela, tenía una colección de cuentos en la cabeza, les
alteraba los finales, mezclaba las acciones de uno triste con uno alegre,
cuando se quedaba dormida, ignoraba qué
seguía, era un placer inventar el final que yo quisiera. Se los hacía felices
de toda felicidad. Empalagosos, pero soñaba dulce. Dio bronca, pero las dos
desparecieron el año en que cumplí diez. Entonces me hice cuentera, inventaba
gatos que se casaban por iglesia o cuchillos que se pelaban con tenedores y la
cuchara, cobarde, se escondía.
Eran malas las
cucharas, me hacían tomar sopa ¡Puajjj! Siempre odié ese brebaje. Mami no
soportaba mis cuentos y cerraba la puerta de la cocina, yo igual escuchaba:
—¡Qué chica
insoportable! No para de hablar, una historia tras otra. ¡Me va a hacer salir
canas verdes!
Eso me daba tema
para otro cuento “La Mamá de las canas verdes”. Por suerte estaba el escritorio
de mi Papi, un grande niño, siempre hacía de cuenta que estudiaba y cuando se
recibió simulaba que trabajaba.
Su actividad
predilecta y oculta era dibujar. Cuando Mami se iba a la Escuela, para
avasallar otros niños, que no eran yo, entraba al escritorio.
—¿Papi, te puedo
contar un cuento y vos lo dibujás?
—Me parece una
idea encantadora ─decía y sacaba una inmensa caja de Caran D’ache─.
Le contaba
historias complicadas, para que los dibujos tuvieran de todo, un capo
ilustrando. Pasaba el tiempo sin darnos cuenta.
Toc-toc-toc, los
tacos del arribo de Mami…estábamos sincronizados, Papi miraba los expedientes
con ceño fruncido. Yo huía a mi escritorito para hacer los deberes, hacía de
cuenta, en realidad escribía cuentos.

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