Tenía cuarenta y
cinco días cuando el veterinario me vendió a mi dueño. Me llamó Ring Ring, no
hubo bautismo, soy gato y a nosotros no nos toca. Mi dueño y yo comíamos
juntos, él hamburguesas y yo piedritas. Dormíamos juntos y a veces me llevaba a
su laburo en el bolsillo. A partir que le depuse, me quedé en casa para
siempre. Tuve dos amigos, Eva y Lucho, jugábamos hasta quedar exhaustos.
Dormía en la
cama de mi dueño, hasta que volviera.
Una tarde vi cómo
dos chicos entraban por la ventana, me pareció raro, sólo mi dueño que deja las
llaves en “no me acuerdo” entra por la ventana. Con ojos entornados vi cómo
sacaron el frasco de monedas, la guitarra, el plasma y dos cuchillos. Cuando
volvió mi dueño me llamó y no me encontraba, no soy muy de contestar. Cuando me
encontró me abrazó y me besó el hocico.
—Ring Ring, si te robaban a vos me moría.
En una semana
consiguió un lugar nuevo, pisos deslizantes que me volvieron patinador experto.
Me puse triste,
mi dueño iba y venía, no me daba bola, se olvidaba de las piedritas de comer y
de las otras. La depresión iba en aumento, no quise dormir en su cama, me metí
en el estante de los buzos. Cuando terminó la mudanza, se acordó de mi
existencia. Pensé hacerlo sufrir como él lo hizo conmigo. En un descuido de
puerta entornada, subí trece pisos, en algún palier descansaba. Escuché sus
pasos por las escaleras gritando:
—Ring Ring, Ring
Ring, Mush Mush.
Los vecinos
escucharon y ayudaron. Las réplicas de mi nombre me volvieron loco, bajé a lo
de mi dueño y me escondí detrás del almohadón más grande. Mi dueño cerró la
puerta y se puso a llorar. No soporto ver llorar un hombre. Salí de mi
escondite, mordí el paquete de Elite y se lo llevé a sus manos. Secó las
lágrimas, me miró y dijo:
—¡Qué gato
boludo! Con todos los problemas que tengo…

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