Éramos un grupo
pedagógico, adolescente, haciendo una experiencia con alumnos de último grado.
Viajar a San Salvador de Jujuy, recorrer la Quebrada y retornar al límite con
Bolivia. Tuvimos reuniones de intercambio, los adultos encargados de las
actividades a realizar con los chicos.
Conocía a
algunos de la misma escuela. Teníamos calificaciones altas de orden práctico. A
mí me gustaba que los chicos se divirtieran, la escuela pertenecía a una zona
donde las carencias eran implotantes.
En las reuniones
me atrajo uno, con voz de mando, pelilargo inquieto, ojos cargados de celeste y
párpados semientornados. Lo reconocía cuando venía en su bici, porque tenía un
sólo equipo de jogging y zapatillas: “qué me importa”. Yo sin darme cuenta lo
miraba con insistencia y me sentaba a su lado, trabajaba a su lado, planificaba
a su lado y cuando me advertía, le asaltaba una alegría, que mostraba
deshaciendo mi rodete que imitaba al de Evita.
—Suelto me gusta
más.
Él también era
Evitista y con timidez decía que había que imitarle otras cosas, no el rodete.
Acampábamos en lugares protegidos. Las carpas eran un préstamo del Ejército.
Hubo un día que llovió y otro y otro. Juan se había llevado su propia carpa,
decía que las de milico, tenían olor a mierda y sangre. Salí de la mía a fumar
un pucho, él me vio y me invitó a su casa, así la llamaba, era una carpa
inteligente, con un tatame alto, que no pesaba nada, mantas de pluma de ganso,
una mesa enana para tomar mate y jugar al ajedrez.
Me ganó siempre,
después empecé yo, me di cuenta que Juan me dejaba ganar al notar mi cansancio
y esfuerzo sin resultados.
Yo estaba medio
dormida cuando me quitó las zapatillas y desprendió mi cinturón, que no me
dejaba respirar, lo hacía para que Juan viera que tenía una muy buena cintura.
Cuando empezó con el cinto me desperté. Habló en secreto, porque los sonidos de
carpa a carpa, se escuchan:
—¿Hoy dormís
conmigo?
Me dio una
remera larga y nos metimos entre mantas. Juan apagó el farolito. Yo tuve
insomnio. Cuando se pone todo negro, no concilio el sueño.
—Acá se acerca
tu ángel guardián, te hace masajes en la espalda y con las mismas manos, llega
a tus piernas.
Yo escuchaba su
voz ronca y sus caricias terapéuticas, aún con la atmósfera negra. Era mi
primera vez y la primera vez de Juan. Disfrutamos juntos, tanto que produjimos
luz en plena oscuridad. Las noches restantes escapaba de mi carpa y Juan me
esperaba, para conocer los milagros que se suman, cuando la luz no existe.
A Juan lo
mataron años después, en una redada de milicos de mierda, tiempos oscuros donde
la memoria recuerda hasta siempre.

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