Jugábamos al
miedo, el mejor lugar era el último patio de la casa chorizo. Había una casita
para la muchacha con cama, que fue reemplazada para muchachas por hora y más
tarde por Mamá todo el día. La casita era el reservorio de la casa, había un
maniquí sin brazos ni cabeza, tenía un solo apoyo que era una madera torzada.
Una fragata de mi abuelo, gigante, tres catres de campaña, una familia de
lauchitas que nunca denunciamos y cuatro roperos altos, con espejos, que
multiplicaban el espacio, una ventana con postigones herméticos y la puerta que
cantaba voces de fantasmas.
Éramos tres,
Pachi, Isa y yo. El juego consistía en meternos de a uno, cerrar con llave, de
afuera y contar en un reloj viejo, cuántos minutos resistíamos. Ese lugar tenía
un entramado de telas de araña, iban del maniquí a la fragata, a los cuadros de
mar, con oleaje Titanic. Fotos antiguas, húmedas, que daban pánico. Encerramos
a Pachi que se metía contento, tenía cinco años, no sabíamos qué hacía adentro,
pero era el que más aguantaba, hasta que pisaba algún ratoncito o las telas de
araña le envolvían el cuerpo. Según él, lo querían ahogar. Cuando escuchábamos
que lloraba y gritaba:
—Mamá!, Mamá!
Le abríamos y
salía, rebozado en telas de araña y negro de mugre:
—Las dos son
unas perras. ¡Las odio!
El cobarde se
refugió en el delantal de mi Abuela, que seguía mirando su teleteatro y ni lo
escuchó. Volvió con nosotros:
—¿Y ahora? ¿A
quién le toca?
—Vos, Isa, yo
elijo porque duré siete minutos, a ver si me ganás.
Isa se metió de
una, pero tropezó con todo, rompió un espejo y se lastimó la frente. Pidió que
le abramos. Pachi miró el minutero:
—Ja!, valiente,
tres minutos duró.
Lo que menos le
preocupó fue la frente con sangre. Le puse DG6, una curita y llegó mi turno. El
corazón me latía, porque Isa dejó el maniquí en el piso y pensé que era un
muerto, se me cayó el retrato de mi Tío Enrique en la cabeza, no me importaron
los minutos, les pedí que abrieran. Se habían ido a la vereda, grité como loca
y Mamá escuchó. Pachi perdió la llave, Papá abrió con una trincheta y me dejó
una semana en penitencia. Isa y Pachi la sacaron gratis.
Fue la fiesta de
egresados de Pachi, nos invitó y como siguió siendo idiota, eran todos varones
y nosotras dos las únicas mujeres. El que la iba de líder, propuso jugar al
cuarto oscuro, en la pieza de Pachi. Manejaba la luz, previo poner música de
Debussy y arrastrar tres cadenas de perro, sin perro, por el mosaico, apagó.
Unos degenerados, nos tocaron el culo, las tetas, nos tiraron gaseosas en la
espalda, algunos mordieron.
Nosotras les
arrancamos los zapatos y los metimos adentro de las camas, volcamos la mesa de
luz en las putitas manos de Pachi, les tirábamos del pelo, hasta quedarnos con
buenos pedazos en la mano. Aparecieron los viejos, a ellos les dieron un sermón
y a nosotras la Madre nos peinó y emprolijó. Le contamos qué nos habían hecho y
la vieja, con ojos de huevo duro, preguntó:
—¿Y qué más?
Contestamos que
nada más, que no fuera a pensar que, bueno, esas cosas. La vieja respiró. A
veces la oscuridad sirve. Yo, entre piñas y mojaduras, reconocí al que estaba
más bueno, porque era el único con colita y pelo largo. Aproveché para un
revolcón, con beso a boca cerrada. Cuando vino la luz, le escribí mi número de
celular. Esperé que me llamara, pero no me llamó, el boludo. Encima se ponía
colorado cada vez que nos cruzábamos.

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