martes, 9 de mayo de 2023

SOCORRO

 

   Jugábamos al miedo, el mejor lugar era el último patio de la casa chorizo. Había una casita para la muchacha con cama, que fue reemplazada para muchachas por hora y más tarde por Mamá todo el día. La casita era el reservorio de la casa, había un maniquí sin brazos ni cabeza, tenía un solo apoyo que era una madera torzada. Una fragata de mi abuelo, gigante, tres catres de campaña, una familia de lauchitas que nunca denunciamos y cuatro roperos altos, con espejos, que multiplicaban el espacio, una ventana con postigones herméticos y la puerta que cantaba voces de fantasmas.

   Éramos tres, Pachi, Isa y yo. El juego consistía en meternos de a uno, cerrar con llave, de afuera y contar en un reloj viejo, cuántos minutos resistíamos. Ese lugar tenía un entramado de telas de araña, iban del maniquí a la fragata, a los cuadros de mar, con oleaje Titanic. Fotos antiguas, húmedas, que daban pánico. Encerramos a Pachi que se metía contento, tenía cinco años, no sabíamos qué hacía adentro, pero era el que más aguantaba, hasta que pisaba algún ratoncito o las telas de araña le envolvían el cuerpo. Según él, lo querían ahogar. Cuando escuchábamos que lloraba y gritaba:

   —Mamá!, Mamá!

   Le abríamos y salía, rebozado en telas de araña y negro de mugre:

   —Las dos son unas perras. ¡Las odio!

   El cobarde se refugió en el delantal de mi Abuela, que seguía mirando su teleteatro y ni lo escuchó. Volvió con nosotros:

   —¿Y ahora? ¿A quién le toca?

   —Vos, Isa, yo elijo porque duré siete minutos, a ver si me ganás.

   Isa se metió de una, pero tropezó con todo, rompió un espejo y se lastimó la frente. Pidió que le abramos. Pachi miró el minutero:

   —Ja!, valiente, tres minutos duró.

   Lo que menos le preocupó fue la frente con sangre. Le puse DG6, una curita y llegó mi turno. El corazón me latía, porque Isa dejó el maniquí en el piso y pensé que era un muerto, se me cayó el retrato de mi Tío Enrique en la cabeza, no me importaron los minutos, les pedí que abrieran. Se habían ido a la vereda, grité como loca y Mamá escuchó. Pachi perdió la llave, Papá abrió con una trincheta y me dejó una semana en penitencia. Isa y Pachi la sacaron gratis.

   Fue la fiesta de egresados de Pachi, nos invitó y como siguió siendo idiota, eran todos varones y nosotras dos las únicas mujeres. El que la iba de líder, propuso jugar al cuarto oscuro, en la pieza de Pachi. Manejaba la luz, previo poner música de Debussy y arrastrar tres cadenas de perro, sin perro, por el mosaico, apagó. Unos degenerados, nos tocaron el culo, las tetas, nos tiraron gaseosas en la espalda, algunos mordieron.

   Nosotras les arrancamos los zapatos y los metimos adentro de las camas, volcamos la mesa de luz en las putitas manos de Pachi, les tirábamos del pelo, hasta quedarnos con buenos pedazos en la mano. Aparecieron los viejos, a ellos les dieron un sermón y a nosotras la Madre nos peinó y emprolijó. Le contamos qué nos habían hecho y la vieja, con ojos de huevo duro, preguntó:

   —¿Y qué más?

   Contestamos que nada más, que no fuera a pensar que, bueno, esas cosas. La vieja respiró. A veces la oscuridad sirve. Yo, entre piñas y mojaduras, reconocí al que estaba más bueno, porque era el único con colita y pelo largo. Aproveché para un revolcón, con beso a boca cerrada. Cuando vino la luz, le escribí mi número de celular. Esperé que me llamara, pero no me llamó, el boludo. Encima se ponía colorado cada vez que nos cruzábamos.

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